—No puedo decirlo. Debo esconder quién soy —me dijo alguien de mi círculo cercano mientras hablábamos del famoso «perfil laboral», aquel escueto prototipo en forma de lista de «cualidades» que pretende moldear (y lo logra), desde las escuelas, todas las personalidades y que, una vez en el devenir corporativo, sirve para filtrar quién es «más apto» para un puesto específico. —Es agotador tener que fingir ser alguien que no eres para encajar, para que no noten que eres diferente y te manden una carta de despido —agregó. —Es como verte obligado a actuar de otra persona, a desempeñar un papel en una obra que, lamentablemente, es la vida misma y que, por ello, no te da recesos para ser tú —dije, mientras pensaba en algunas y algunos de mis pacientes, quienes sufren a diario este tipo de alienación. —¡Exacto! —exclamó—. Si te muestras genuino, no solo te tildan de «raro», lo que no estaría mal, sino que te sitúan en un cuadrante completamente negativo, en el que no existen atributos deseables y deciden que no eres un «buen elemento» para los objetivos de la empresa. La verdad… ya estoy cansado de esta clase de vida.
Este diálogo es solo una viñeta de lo que experimentan a diario las personas neurodiversas en el mundo laboral (y en los demás ámbitos de la sociedad). De hecho, podría pertenecerle a una persona con síndrome de Asperger, trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), trastorno bipolar o cualquier otra condición que se aleje de la equívoca «normalidad», porque, en todos estos casos, debe realizar un denodado sacrificio para proyectar una imagen que no es suya, que no le es cómoda y que la aparta de sus verdaderas capacidades. Por ejemplo, una persona con síndrome de Asperger debe verse sociable, con deseos de interactuar constantemente con los demás; debe, además, simular que los ruidos y las voces, que abundan en los espacios de trabajo compartidos, no le dificultan su función (recordemos que este trastorno, que se incluye dentro de los trastornos del espectro autista [TEA], se caracteriza por una hipersensibilidad a los estímulos). En el ámbito de los trastornos del estado de ánimo, una persona con trastorno bipolar, durante la fase depresiva, debe falsear sus emociones, colocar una sonrisa donde quisiera haber tristeza y disfrazar la necesidad de comprensión y empatía por una positividad impostada. Es como si una persona neurotípica, con un funcionamiento cerebral y psicológico promedio, en un mundo distópico en el que las personas neurodiversas fuesen la regla, tuviese que arreglárselas para esconder sus deseos de hablar con los demás, su impulso sociable, su proactividad y su tendencia por expresar lo que siente y piensa de manera espontánea.
Y es que así es como se ha construido el mundo por siglos y siglos: se ha excluido a las personas neurológicamente disruptivas y se les ha impuesto, a veces tácita, a veces manifiestamente, que se enrolen en unas listas de trabajo arquetípicas que siempre repiten los mismos perfiles, perfiles que perpetúan únicamente un puñado de adjetivos. Sin importar la capacidad profesional y las aptitudes intelectuales, desarrolladas durante la preparación técnica o universitaria —en muchos casos, las personas neurodiversas logran destacar más que el promedio en determinadas funciones—, se les exige que cambien todo lo que son, todo lo que les es propio, para que sean «deseables» para las empresas. Afortunadamente, pero muy lentamente, esta situación está pasando a la historia: aunque aún son pocas, algunas empresas están modificando sus patrones y su modo de hacer las cosas para convertirse en lugares amigables con la diversidad. Espero, de todo corazón, que el resto de espacios tomen ese ejemplo y le den a la diversidad el reconocimiento y la visibilidad que siempre mereció.
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