Esta columna la escribo después de un par de días de reflexión, en los que he intentado volcar de forma constructiva o, por lo menos, menos negativa, las emociones que me han suscitado los últimos acontecimientos políticos. Sin embargo, no lo he logrado. Espero que este documento, en todo caso, no sea llevado por mis impulsos más agresivos, sino por mi búsqueda de solución y de justicia. Ya empaticé, en mi fuero interno, con la agresión de un joven a un congresista. Empaticé, porque era la representación externa de lo que me pasaba por dentro. Ya empaticé también con la rabia que se evidenció en los rostros de los manifestantes que no pueden comprender cómo la policía, institución que juró proteger a los ciudadanos, los ataca y reprime violentamente. Y, al igual que para mucha gente, esos gestos simbolizaron, por unos cortos segundos y en menor magnitud, la toma de la Bastilla, aquel glorioso hito que dio cuenta de la insurgencia del pueblo frente a la represión monárquica de Luis XVI. La violencia no es el mejor medio para dar respuestas acertadas frente a los conflictos: nunca lo será. Quiero enfatizar esto. Pero nuestra humanidad y, con ello, quiero decir nuestro cerebro, al sentir una injusticia de tanto calibre, nos invita a atacar, como mecanismo de supervivencia. Por ello, comprendí esas pequeñas revanchas en silencio —sería deshonesto de mi parte negarlo y negligente con mis propias emociones rechazarlo—.
¿Qué nos causa tanta indignación?
Por lo que reviso en las redes sociales y por lo que siento yo mismo, lo que nos produce excoriación e irritación casi física es algo más que el acto corrupto y la represión salvaje: es la repetición de este tipo de hechos y, principalmente, el descaro y desparpajo con el que se cometen. La «vacancia» y las violaciones de derechos humanos no se han realizado a puertas cerradas; los «congresistas» y «ministros» se turnan para salir en las noticias sin ningún grado de vergüenza o culpa; y se difunden «comunicados oficiales» con un matiz de seriedad que, si no viviéramos en Perú, los tomaríamos con gran credibilidad. Es que, en este tipo de acciones, no solo vemos corrupción y violación de derechos humanos, sino que estamos presenciando el más alto grado de cinismo —y ojalá me estuviera refiriendo a la escuela filosófica—, tan abismal que ya podemos hablar de psicopatía, porque sus principales síntomas son, justamente, la cosificación y la ausencia de culpa.
Para el exgobierno de Merino, las personas no tienen la condición de personas; son simplemente objetos o cosas que pueden utilizar, mover, desplazar, colocar, vacar o reprimir de manera violenta sin pensar en las consecuencias mortales que ello puede acarrear. De la misma forma que nos deshacemos de nuestros zapatos cuando ya no nos son de utilidad, han capturado, apresado y dañado a personas que solo estaban ejerciendo su legítimo derecho de marchar. Pero, para ello, como buenos manipuladores, han diseñado una estrategia o, más bien, un ardid, para cubrirse los rastros, estrategia que no es creíble por ninguna arista, pues las imágenes compartidas en las redes sociales nos han mostrado el nivel de violencia que ha avalado ese gobierno de facto. En otras palabras, han torcido los hechos y han deformado las demandas de la población para hacerlas calzar con sus intereses, y lo han hecho frente a todo el Perú con total desparpajo. Esto es lo que más indigna: la cosificación que han hecho de las personas, como tú y como yo, para satisfacer sus impulsos sin ningún remordimiento. Y a diferencia de delincuentes que cosifican a sus víctimas, pero que están en prisión, nuestros «congresistas» y «ministros» nos siguen gobernando.

¿Qué podemos hacer?
La injusticia atenta directamente contra nuestros derechos y nuestra salud psicológica. Es muy difícil sentirse bien y mantener el mismo nivel de bienestar si la democracia y el país están en riesgo de colapsar. Por ello, es vital que intentemos, desde nuestro lugar, luchar contra estos actos de corrupción, pero, aún más importante, es fundamental que aprendamos a equilibrar estos espacios reivindicativos con nuestro espacio personal. No podemos buscar la justicia si no nos sentimos bien emocionalmente. No nos sintamos mal por darnos momentos de disfrute, inclusive en las peores circunstancias. Para ganar la batalla —y esto es algo que lo podemos ver en los deportes—, debemos estar bien.
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