Cuando luchamos contra los kilos todas las armas son pocas: luchamos contra mecanismos bioquímicos, fisiológicos y conductuales que nuestra naturaleza ha seleccionado a lo largo de millones de años para asegurarnos la supervivencia.
Seguro que usted, querido lector, ha sufrido en algún momento (si no lo está experimentando ahora mismo) la tortura que supone quitarse de encima los kilos que le sobran. Es una decisión recurrente que la mayoría de los mortales tomamos con una periodicidad, comúnmente, anual. Suele coincidir con la primavera avanzada, cuando comprobamos ante el espejo lo descaradamente mal que nos sienta ese traje de baño que, tan solo el verano pasado, tan graciosamente resaltaba nuestra silueta.
Asumiendo que siempre existe la opción de ponerse el mundo por montera y lanzarse a alabar al que inventó sumar “X” en las tallas, usted decide ser responsable, disciplinado, saludable, riguroso consigo mismo y… apostar por el suplicio.
Porque, dejémonos de historias, adelgazar es un calvario. Especialmente cuando hace muchos años que le abandonó su portentoso metabolismo juvenil. Pero, ¿por qué esto es así? ¿Por qué es tan fácil y grato engordar y tan penoso y esclavo adelgazar?
Pues la respuesta es sencilla. El tejido adiposo (el que se expande y crece sin piedad formando los odiosos michelines) es un maravilloso invento evolutivo que Gollum, si no fuera porque está en los huesos, habría considerado, sin dudar, mi tesooooro.
¿De dónde surgen las mollas?
El denominador común a toda forma de vida es el instinto de supervivencia. Esto se resume, por decirlo rápido, en los instintos de reproducción (para la supervivencia de la especie), y de mantenimiento de las constantes vitales (homeostasis) y alimentación (para la supervivencia del individuo).
En principio, la comida nos aporta dos cosas:
Materia prima para el crecimiento, reparación de tejidos y síntesis de biomoléculas necesarias para la realización de las funciones vitales.
Energía química para mantener en marcha eficientemente la máquina biológica que es nuestro cuerpo. Esto incluye todo lo que subyace bajo el paraguas metabólico: el trabajo químico, osmótico, eléctrico y mecánico interno. A lo que se suma el trabajo externo de locomoción y comunicación y, como somos animales homeotermos, la generación de calorías necesarias para mantener una temperatura constante que no dependa de la del medio externo. Toda esta energía se genera, básicamente, oxidando carbohidratos, lípidos (grasas) y proteínas y obteniendo adenosín trifosfato (ATP), la moneda energética biológica por antonomasia.
Cuando el balance energético está descompensado (esto es, cuando la energía requerida para todo lo anterior es sobrepasada con las calorías encerradas en un exceso de alimentos ingeridos), almacenamos la energía sobrante.
Y aquí está el quid de la cuestión.
Almacenar el ATP como tal es inviable fisiológicamente. Hay que recurrir a acumular energía en forma de potencial redox de biomoléculas que nos permitan, en un momento dado, obtener el ATP de ellas oxidándolas (es decir, quemándolas).
En principio, de las tres candidatas que tenemos (carbohidratos, lípidos y prótidos), la forma de almacenamiento de energía más eficaz es la grasa, ya que su oxidación genera 9,56 Kcal/g, casi el doble de lo que rinde un gramo de carbohidratos o proteínas.
A ello hay que sumar el hecho de que las proteínas contienen nitrógeno, el elemento más limitante en el crecimiento y la reproducción, por lo que sería un derroche imperdonable el emplearlo como vulgar reserva energética.
Por su parte, los abundantes carbohidratos sí que podrían emplearse como sustrato de almacenaje. De hecho, el glucógeno (un polisacárido parecido al almidón) se almacena en el hígado y en las fibras musculares. Pero, ¡oh problema!, se almacena de forma hidratada (4-5 g agua/g carbohidrato) lo que genera dos lastres: volumen y peso. La grasa, por el contrario, se almacena de forma anhidra (sin agua) ocupando un volumen mucho menor.
Consecuentemente, la grasa (coloquialmente chicha, molla o manteca) es el sistema perfecto de almacenar los excedentes: requiere poco espacio y rinde mucho energéticamente.
Hemos encontrado la piedra filosofal de la despensa biológica.
Aunque parezca mentira, este sensacional descubrimiento biológico no es nuevo. Por el contrario, se trata de un mecanismo muy conservativo en la filogenia que ya está presente en los organismos unicelulares. Pero mientras que bacterias y protozoos almacenan la grasa en orgánulos intracelulares conocidos como cuerpos lipídicos, los animales multicelulares desarrollaron células especializadas para albergarla.
No obstante, el desarrollo de un tejido adiposo, especializado en contener la grasa (en forma de triglicéridos) en células diferenciadas (los adipocitos), aparece solo en vertebrados (y no en todos: Los tiburones, por ejemplo, no tienen).
El tejido adiposo: ¡qué gran invento!
El tejido adiposo de los vertebrados ha aportado una novedad evolutiva que reúne posibilidades muy interesantes:
Funciona como una despensa especializada donde guardar, de manera ordenada y en el interior de los adipocitos, las reservas energéticas. Cuando se necesitan, las lipasas liberan los ácidos grasos de los triglicéridos, que entran en beta oxidación generando el solicitado ATP.
Esta alacena es extensible, es decir, su volumen puede crecer paralelamente al input energético y, así, aprovechar las vacas gordas de una afortunada y coyuntural disponibilidad de alimento en la naturaleza (circunstancia poco frecuente).
Se puede ubicar prácticamente por todo el cuerpo; de hecho, a veces tenemos la sensación de que nos salen roscas hasta en el alma.
El potencial adaptativo de este tejido se ha rentabilizado de una manera muy polivalente. Así, y además de actuar como aislante térmico, amortiguador mecánico y generador de calor en su variante de grasa parda (fundamental para la supervivencia de los mamíferos que hibernan), se sabe que interviene en una variedad asombrosa de funciones. De hecho, los adipocitos segregan moléculas implicadas en la homeostasis energética, la fisiología de la insulina e, incluso, en funciones inmuno-endocrinas. Todo esto sin mencionar curiosas funciones puntuales que se dan en algunos animales, como los machos de las lampreas, que utilizan los adipocitos para calentarse (literalmente) ante el encuentro con una hembra madura.
El componente placentero
La existencia de un tejido así, que no sólo actúa pasivamente como almacenamiento energético sino que aumenta activamente la eficacia biológica de las especies, es algo que no ha pasado desapercibido evolutivamente. Muy al contrario, se han seleccionado mecanismos que favorecen su desarrollo (engordar) en detrimento de los que harían más fácil su merma (adelgazar). Tanto es así que los genes implicados en la capacidad de conservar los triglicéridos están presentes en taxones tan basales como las levaduras.
Por otra parte, se sabe que en el comportamiento ingestivo influyen conexiones hipotalámicas con el sistema corticolímbico y el rombencéfalo. Lo que, grosso modo y hablando en plata, significa que la selección natural nos ha procurado que el comer sea una importante fuente hedónica y de placer.
Cuando luchamos contra los kilos todas las armas son pocas: luchamos contra mecanismos bioquímicos, fisiológicos y conductuales que nuestra naturaleza ha seleccionado a lo largo de millones de años para asegurarnos la supervivencia.
Y como la evolución no es finalista, ni sigue ningún guión, no previó la aparición de una especie como Homo sapiens que, considerando insuficientes estas garantías biológicas de suministro energético, las amplió con supermercados en cada esquina, gin-tonics con tónicas premium y helados de nueces de macadamia.
Así no hay manera…
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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