Igor Barrenechea Marañón, UNIR - Universidad Internacional de La Rioja
Hay algo de fascinante e inquietante en la historia de Rusia. Un país extenso, a caballo entre Oriente y Occidente, con una cultura urbana y otra de las estepas. Sin embargo, en estas dos almas eslavas, por desgracia, siempre ha prevalecido la vinculada a la autocracia y a la tiranía, la que ha hecho del pueblo ruso un esclavo amargo de sus propias decisiones, primero con el zarismo, luego con la época soviética y, actualmente, con Putin, el máximo mandatario de un país cuyas ínfulas de recuperar los laureles perdidos del pasado no le dejan ver ni aceptar un presente capaz de garantizar la libertad, la dignidad y los derechos de las personas.
Un 25 de diciembre de 1991, hace treinta años, Mijaíl Gorbachov firmaba el acta de defunción de la URSS. Con él moría el sueño de Lenin, se ponía fin a una experiencia revolucionaria que había logrado transformar de arriba a abajo el país, de una monarquía tradicional y absoluta, con base agraria, a una sociedad industrial con un totalitarismo de clases.
Sus grandes logros, alfabetización, cobertura sanitaria, progreso social y un crecimiento económico sin igual, vinieron acompañados de un peaje inhumano terrible, una herencia de la que no parece haberse desprendido del todo.
Este gigante de pies de barro se iba a convertir a partir de 1945 en una superpotencia, capaz de influir en lugares antes impensables como América y África, de derrocar e imponer gobiernos, de determinar la política internacional. Eso era la URSS, no solo un vasto territorio continental entre Asia y Europa, sino un imperio capaz de disputar de tú a tú su poder con EE.UU. Sin embargo, muchas fueron sus largas sombras, y la utopía comunista fue agrietándose, consumiéndose, desvelando sus herrumbres hasta finalmente desaparecer.
Los mayores de 60 echan de menos la URSS
Para muchos de los que vivieron aquella época, incluido el propio presidente Putin, aquello fue considerado una “tragedia”. Más del 76 % de la población mayor de 60 años echa de menos aquella época. Aquel fatídico diciembre, Gorbachov hacía estallar aquel sueño por los aires. La conversión de una sociedad comunista, sin propiedad privada, fue desoladora para la mayoría de los rusos que vieron como el Estado que antes les protegía les dejaba desasistidos.
El balance fue muy negativo, desabastecimiento y grandes colas, hundimiento del rublo y una nueva élite empresarial e industrial que acaparaba los restos de aquel mundo en descomposición. Se sucedían las crisis políticas en las que la corrupción y una oligarquía de tintes mafiosos parecía preocuparse solo por sus intereses, mientras se percibía la humillante retirada de los ejércitos rusos de todas partes. Nacían nuevos Estados. Rusia se embarcaba en conflictos regionales como el de Chechenia, de los que tampoco era capaz de salir.
Detrás de la temible figura de Putin
Aquellos años turbulentos de Boris Yeltsin se cerraron con la aparición de una figura gris y oscura, forjada en los fuegos de la antigua KGB, Vladimir Putin. Hombre serio y seco, temible en su expresión, que a partir de 2000 fue capaz no solo de ofrecer estabilidad a un país desordenado, sino fortaleza a las instituciones, especialmente a la presidencia. Sin cambiar demasiado, con métodos feroces, subordinó a todas las élites y a las oligarquías rusas a su poder.
Cualquier disidencia fue desmontada con acusaciones de corrupción o el asesinato. A nivel internacional, volvía a elevar en lo más alto del poste la bandera nacional rusa, adulterando el pasado y recuperando lo que para él son las esencias de los valores eslavos: una vetusta ideología conservadora, poniendo el acento en el patriotismo y en la familia tradicional.
Una vez recuperado el orden interior (aunque sin solventar los endémicos problemas de la sociedad como las desigualdades sociales, las mafias y el deterioro de los servicios), se embarcó en una política de prestigio internacional. Por un lado, ha puesto firme a la Unión Europea. Rusia reclama una esfera de influencia que abarca a todo el mundo que configuró en algún momento la antigua URSS. No dudó en reafirmar su fuerza, primero en el Cáucaso, pacificando Chechenia y más tarde en Georgia, en su intervención en Osetia del Sur y Abjasia. No vaciló en apoyar la dictadura de El Asad e intervenir en la guerra civil de Siria, ha apoyado regímenes tan poco democráticos como los de Venezuela y Nicaragua, enemigos acérrimos de EE.UU., y se ha acercado estratégicamente a China, el otro rival norteamericano.
Putin ha subrayado en estos años al frente del país que sus referentes son el viejo imperialismo zarista y la autocracia de Stalin, no dudando para ello en rehabilitar su figura como gran artífice de la Gran Guerra Patriótica, como es conocida en Rusia la Segunda Guerra Mundial. Y dejando aparte sus inmensas atrocidades y los Gulags.
El despotismo y la crueldad
El hecho de que vuelva a sonar el himno de la URSS, como nacional, y que se hayan recuperado los viejos emblemas del zarismo es tan simbólico como revelador a este respecto. Rige con mano de hierro un país al que ha devuelto su papel en el orden internacional a la vieja usanza, desde el despotismo y la crueldad. Porque habría que preguntarse qué será de Rusia cuando la estrella de Putin decline, cuando deba, por ley de vida, abandonar el poder, aunque se perpetúe hasta su muerte.
El incierto devenir a corto plazo se observa inquietante porque la política exterior de Putin está regida por acallar fuera las voces de la disidencia interna, pero a costa de no enfrentarse a los problemas domésticos que Rusia arrastra consigo desde hace lustros. Y porque a largo plazo el que sea elegido como heredero de Putin puede emular a su señor, pero sin su maestría, y acabar convirtiendo a Rusia en un nuevo erial de sueños rotos y de futuros tormentosos.
Actualmente, los últimos movimientos diplomáticos parecen haber dado ciertas esperanzas templando los ánimos entre el Kremlin y la Alianza. Putin exige volver a los acuerdos de Minsk de 2015. Este, al menos, parecer ser un paso para confiar en que la paz se imponga a la (terrible) posibilidad de la guerra.
Igor Barrenechea Marañón, Profesor y Doctor en Historia Contemporánea, UNIR - Universidad Internacional de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.