Los agricultores que viven sobre los 3 500 metros de altitud sobre el nivel del mar, en una zona tan desafiante como los Andes, viven mirando el cielo, porque de él depende su alimento, medicinas, economía y bienestar.
Vilma sonríe al ver flores naranjas que surgen entre la alfalfa, porque es señal de buena cosecha; Simón observa a los patos para predecir la lluvia y Verónica seca al sol los tubérculos para que duren años. La vida campesina en las regiones altoandinas de Perú todavía atesora un conocimiento ancestral, bajo amenaza del cambio climático y el abandono de la vida rural.
Los agricultores que viven sobre los 3.500 metros de altitud sobre el nivel del mar, en una zona tan desafiante como los Andes, viven mirando el cielo, porque de él depende su alimento, medicinas, economía y bienestar, pero no ven a la naturaleza como un ente proveedor, sino como alguien al que cuidar.
Su cosmovisión parte de su adaptación al medio, pues el vivir en altura limita el tipo de cultivos. Los miles de tipos de papas o maíz permiten obtener variedad de nutrientes y el asegurarse que algún tipo resiste a sequías o heladas.
El clima determina los ritos, comida y, especialmente, el calendario y el paso del tiempo en regiones como Huancavelica, en el corazón de los Andes peruanos. De ello depende el momento para sembrar y cosechar.
Conocimiento ancestral
Los últimos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU afirman que existe una amplia evidencia sobre las contribuciones de los pueblos indígenas y sus sistemas de conocimiento a la adaptación.
Verónica Bosa, en la comunidad de Huando, tiene un pequeño terreno de cultivo que actúa como un microcosmos, cada elemento está presente por una razón.
Vilma Alanya cuenta a EFE como plantan controladores biológicos como la retama, donde anidan mariquitas que son consumidoras de plagas para evitar pulgones sin recurrir a pesticidas.
Obtienen mazorcas bicolores de maíz, porque saben que, si cruzan dos especies, estas contendrán nutrientes de ambas, y reservan la parte central de la misma para que luego crezcan plantas más fuertes.
En un techo de hojalata, Verónica seca pequeños trozos de olluco, un tubérculo originario de los Andes y que, gracias a esta técnica, durará hasta cinco años.
Detalla que, de todo lo que cultivan, siempre hay una parte que deshidratan en caso de malas cosechas.
Estos saberes pasan por una profunda relación de respeto con el medio: dejan descansar el suelo tres años, lo que evita la desertificación, no usan químicos y hasta practican el 'qumpu', una quema de hojas de eucalipto de madrugada, para calentar los cultivos en las heladas.
Indicadores climáticos
Han aprendido a saber leer el medio gracias al 'willay', palabra quechua que representa indicadores biológicos y físicos que son señales de eventos climáticos.
Simón Hilario, agricultor, puede recitar sin parar este tipo de señas desde su casa en la comunidad de Laria. Dice que cuando las arañas bajan por las paredes se avecina lluvia, al igual que cuando los patos ponen sus huevos más arriba en las lagunas.
De la misma forma, Vilma, en una comunidad cercana, dice que cuando escuchan el aullido del zorro y lloverá pronto, que si abundan las flores de la tuna, habrá poca cosecha de papas.
Ambos coinciden en que la aparición del chiwanway, unas flores naranjas, predice una buena cosecha, mientras que la ausencia de pájaros como los 'quqan' es un mal augurio. Detalles que son invisibles para el resto.
En peligro de desaparecer
Los mismos informes del IPCC también advierten de que el conocimiento indígena está en riesgo debido al cambio climático y el fallecimiento de los ancianos.
Desde su campo de cultivo de papas, Oscar Rojas afirma que el clima "cada vez es más brusco", y que es muy difícil calcular ahora los tiempos de siembra, lo que ha cambiado su calendario y los tradicionales indicadores "se han distorsionado".
"Ahora estoy en búsqueda de nuevos indicadores y saber cuáles van a ser buenos o malos", indica.
Simón pasea orgulloso por su particular oasis de plantas explicando cada uno de sus beneficios, pero tras relatar un repertorio infinito de saberes se lamenta y dice que no tiene a nadie a quien transmitirle lo que sabe.
Tienen esperanza en que los pocos jóvenes que se han quedado quieran aprender y que sus conocimientos en peligro sean al menos respetados por una sociedad que los suele rechazar.
EFE
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