Un taller de manualidades se convierte en una terapia grupal y en un medio de subsistencia para las mujeres presas en el penal de Ayacucho.
Por: Verónica Ramírez Muro
Fotos: Morgana Vargas Llosa
Las hermanas Jessica (39) y Mirella Chancos (36) conocen bien el camino a la cárcel. Lo realizan todas las mañanas, de lunes a viernes, aunque el cielo se desplome en la ciudad de Huamanga, algo que suele ocurrir en la temporada de lluvias, entre los meses de diciembre y marzo.
Fundado en 1996, el penal es conocido como Yanamilla, nombre del caserío al que pertenece, y también –según el taxista que hoy nos lleva- por sus nombres en jerga: Canadá Dry / Cana / Jaula / Jabón. Se llame como se llame, es probable que más de un conductor rechace una carrera desde el centro de Huamanga. El argumento encierra una especie de maldición. “De ahí no sale nadie. Te regresas vacío”.
Jessica y Mirella prefieren ir en bus. Toman la ruta 13 que parte del Puente del Ejército, bajan en el último paradero y caminan los 300 metros que separan la entrada del primer control de policía. El Establecimiento Penitenciario de Ayacucho se ubica a pocos kilómetros del aeropuerto Alfredo Mendivil Duarte. Es ahí donde las hermanas Chancos dirigen Maki, que en quechua significa mano, un taller de manualidades donde las reclusas confeccionan tarjetas, muñecos, mantas y bolsos con los que obtienen un beneficio económico. Con la radio puesta y el reloj de pared detenido, 35 mujeres distribuidas en 6 mesas cosen, recortan, pegan, hilvanan, tejen, dibujan y pintan.
Como cada mañana, el teniente Cruz revisa sus bolsos y les pide que retiren el chip de sus teléfonos. Un letrero en la pared les recuerda todo lo que no pueden ingresar: aerosoles, tortas, botellas de yogur, productos congelados, aparatos electrónicos y una larga lista que podrían recitar de memoria. Sus DNI son intercambiados por un sello en el antebrazo. El de hoy lleva la imagen de Dora la Exploradora.
Para llegar al pabellón de mujeres, Jessica y Mirella tienen que atravesar el de hombres. Debido a una prohibición nacional, los internos no pueden tener ningún contacto, ni siquiera visual, con las internas. Los “alcanzadores” son los encargados de sortear este impedimento y transmitir mensajes y regalos entre los hombres y las mujeres. Están separados por una pared, varias rejas y algunos desafíos arquitectónicos para anular la visibilidad de un patio al otro.
Las hermanas Chancos atraviesan diariamente el pabellón donde habitan 2,683 reclusos y no bajan la mirada. Al llegar a la reja que divide los pabellones aparece Coqueta, la perra guardiana emparentada remotamente con algún Pastor Alemán. Mirella le hace un cariño en la cabeza y activa una suerte de contraseña: un funcionario del INPE abre los últimos candados y cerrojos que mantienen aisladas a las 212 mujeres que viven dentro, del otro lado. Jessica y Mirella han venido a verlas.
Puertas que abrir
Maki International es una caseta prefabricada ubicada entre el taller de cosmetología, el de costura y la cuna maternal, y fue fundada en 2008 por la norteamericana Martha Dudenhoeffer. Ella llegó a Ayacucho como voluntaria y se dio cuenta que la mayoría de mujeres fueron jefas de familia antes de ser detenidas. Entonces vio la necesidad de ofrecer a las internas una oportunidad de generar un ingreso económico para su propia subsistencia dentro de la cárcel y para enviar dinero a sus familiares en el exterior. Las mantas tejidas por mujeres dentro del penal de Ayacucho se vendían en Estados Unidos a través de la web de Maki y en los eventos que Martha organizaba.
Jessica se unió al proyecto en 2011 y Mirella en 2013. Ambas decidieron ampliar la línea de productos. “No todas dominaban el tejido, sobre todo las más jóvenes, y no todos los productos cumplían con la calidad para exportarlos a Estados Unidos. Así empezamos a hacer tarjetería, filigrana, pintura y también empezamos a vender en el mercado local con el financiamiento de los insumos por parte de Maki”, cuenta Jessica.
Recién hace un año, Maki ha logrado tener un taller propio que se ha convertido en un espacio de encuentro y aprendizaje. Según un informe de la Defensoría del Pueblo, los hombres tienen más posibilidades de trabajo dentro de los penales y, por lo tanto, de generar un ingreso extra y obtener beneficios penitenciarios. Uno de los principales factores es la diferencia de población. En el Perú, según datos del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), existen 85,396 personas privadas de libertad distribuidas en 69 penales. De dicha población, 4,887 son mujeres. Al representar casi el 6% de la población sus necesidades (laborales, educativas, sanitarias, maternales y de convivencia) son siempre postergadas.
“En el pabellón no tienen una puerta que abrir. El hecho de abrir y cerrar una, aunque sea la puerta del baño, les da cierta libertad para expresarse. Aquí nos reímos, lloramos, discutimos, recordamos. A veces yo ejerzo más de mamá y Mirella un poco más de amiga”, dice Jessica.
Más del 50% de las reclusas en el Perú cumple condena por tráfico ilícito de drogas. El segundo delito más frecuente entre las mujeres es el robo agravado.
“Yo entraba a robar con pistola a restaurantes”, dice Helen (35), trasladada de 3 penales por mala conducta hasta que llegó al penal de Ayacucho. “Yo”, dice Marilú (37), “llevo 5 años y me quedan 2. Me metieron por pasar coca a Lima en bus. 500 soles me iban a pagar”. Fuera la esperan 4 hijos (de 16, 13, 8 y 6 años) que la visitan cada vez menos. “No hay tiempo, no hay plata, dice mi mamá. Ella me los cuida”. La tercera integrante de la mesa, María (20), está presa por intento de asesinato.
Mirella estudió Bellas Artes y es la encargada de enseñar a las chicas las técnicas para confeccionar las cartucheras, mantas y muñecos que moldean. “Las condiciones carcelarias son difíciles”, dice, “yo no pienso si han cometido un asesinato o si han robado o traficado. Son mis amigas, compartimos muchas cosas”, dice, “deberían tener más espacios como este”.
Gracias al Decreto Legislativo 1343 para la promoción e implementación de cárceles productivas, puesto en marcha este año, se espera un incremento en el número de talleres a nivel nacional (ya existen 264). Actualmente, en algunos penales (todavía no en el de Ayacucho) se realizan visitas guiadas a representantes de instituciones y empresarios interesados en encargar y adquirir productos confeccionados dentro de las cárceles.
Sin embargo, los presupuestos son todavía muy ajustados y cuentan con otros problemas más inmediatos, como el hacinamiento. El penal de Ayacucho tiene una población cuatro veces mayor de la que es capaz de albergar.
José Luis Herrera Porras, director de la oficina Centro Huancayo del INPE, a la que pertenece el penal de Ayacucho, tiene planes para el futuro. “Los talleres son muy beneficiosos para las reclusas y queremos construir un segundo piso para ampliar la capacidad”, dice, sin poder garantizar que el problema de hacinamiento será resuelto. “No hay un proyecto para ampliar el penal, pero sí uno para trasladarlas a Huanta, donde tenemos un terreno. Tendríamos que hacerlo”, dice.
Celdas teatrales
Jessica y Mirella provienen de un hogar donde la música y los estudios tuvieron un rol protagónico dentro de la familia. A mediados de los 80 tuvieron que salir de Ayacucho debido al terrorismo. “Éramos pequeñas, yo solo recuerdo que se iba la luz y aparecían destellos por todos lados”, recuerda Jessica. Los padres y 6 hijos se dispersaron en casas de tíos y como trabajadoras del hogar en Lima. Jessica estudió Artes Industriales en La Cantuta. A Mirella le gustaba cantar, pero, finalmente, se decidió por Bellas Artes.
“Estuvimos en Lima varios años”, recuerda Mirella, “mis hermanas terminaron sus estudios y yo terminé el colegio. Con la pacificación decidimos regresar”. Y al regresar se desempeñaron en distintos trabajos hasta que Marisol, hermana mayor de las Chancos, tuvo que dejar su trabajo en Maki y propuso a Jessica como su sustituta. Ninguna de las dos imaginó nunca que pasaría la mayor parte de su tiempo dentro de una cárcel.
“Apúrate que se me corta”, una mujer de 60 años reprende a alguien desde el teléfono público donde se forma una pequeña cola de mujeres impacientes. A la derecha, Marlene se apoya en el kiosco donde, desde hace 10 años, vende café, artículos de higiene y golosinas. En 25 días termina su condena y ya no sabe si quiere la libertad que durante tanto tiempo ha deseado.
A lo largo del pasillo se ubican las celdas cuyos barrotes han sido camuflados con cortinas de colores a manera de telón. Dentro, 8 mujeres duermen en los camarotes y 3, las recién llegadas, en el suelo sobre cartones y colchas. Alrededor de las camas las mujeres han construido pequeños universos afectivos con fotos, recortes de revistas, peluches, ropa y recuerdos personales. Jessica y Mirella pasean por los pabellones para conversar con las chicas: conocen al dedillo sus delitos y las historias detrás de los mismos.
El taller ha terminado y las hermanas Chancos acompañan a las chicas de vuelta al patio, un rectángulo de cemento de aproximadamente 100m2 coronado por una concertina. Aquí bordan, toman clases (en la de hoy aprenden a redactar una carta), lavan la ropa, comen (menú del día: patitas con maní / arroz / fruta), reciben la visita de sus familiares, pasan las horas, los días y los años.
Helen, que se ha pintado el pelo de azul para inaugurar el servicio de cosmetología, acaricia a dos gatos, Renzo y Randall, mascotas oficiales del pabellón de mujeres. En el patio, en contrapicado, el rectángulo de cielo coronado de espinas es atravesado 8 veces al día por los aviones que despegan y aterrizan en el aeropuerto contiguo. En ellos, dice Helen, también viajan sus sueños de libertad y de futuras, diferentes, vidas. Pero eso ocurrirá más adelante. Para esta semana tiene otro plan en marcha: terminar la manta protagonizada por un oso inspirado en Winnie The Pooh.
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