Los ataques de ira pueden parecer repentinos, pero en muchos casos responden a patrones emocionales aprendidos desde la infancia. ¿Qué origina realmente estas reacciones intensas?
¿Una persona puede empezar a tener ataques de ira de la noche a la mañana? Según el psicólogo Manuel Saravia, lo más común es que detrás de estos episodios haya una historia de impulsividad y baja tolerancia a la frustración. Las personas que no aceptan un “no” por respuesta, que reaccionan mal cuando algo no sale como esperaban, tienden a acumular tensión que luego liberan en forma de estallidos de ira. Esta conducta no se limita a adultos: se observa también en adolescentes y niños que canalizan su frustración rompiendo cosas, llorando, gritando o aislándose.
En el caso de los adolescentes, es frecuente notar señales como golpear las paredes, azotar puertas o negarse a hablar con alguien tras un conflicto. Estas reacciones impulsivas son un reflejo de la dificultad para manejar la frustración. De hecho, muchas veces estas conductas se gestan desde la infancia. Cuando un niño no tolera perder, no acepta límites o hace berrinches ante una negativa, ya se está evidenciando un patrón que, si no se trabaja a tiempo, puede agravarse con los años.
Uno de los errores más comunes de padres y cuidadores es minimizar estos comportamientos, justificarlos o simplemente ignorarlos. Sin embargo, como explica Saravia, detrás de una persona que explota con facilidad puede haber una herida emocional sin cerrar. Muchas veces, en lugar de expresar tristeza o dolor, la persona manifiesta irritabilidad. Así, busca culpar a otros o descargar su malestar en quienes la rodean.
Cuando se enfrenta a alguien en medio de un ataque de ira, es fundamental entender que intentar calmarlo directamente puede empeorar la situación. “Es como querer apagar el fuego con querosene o gasolina”, advierte el psicólogo. Lo primordial es que la persona reconozca que tiene un problema con el control de sus impulsos. Solo así podrá iniciar un proceso de cambio, ya que estos estallidos suelen traer consecuencias negativas en el entorno familiar, laboral o social.
Para trabajar en el autocontrol, Saravia propone ejercicios que ayuden a desarrollar tolerancia a la frustración. Esto incluye practicar la postergación de la gratificación, es decir, hacer cosas que no resultan agradables pero que fortalecen la disciplina, como lavar los platos o barrer. Estas pequeñas acciones ayudan a construir la capacidad de regular las emociones y no actuar de manera impulsiva.
También existen técnicas de autorregulación que pueden aplicarse en momentos de ansiedad o enojo intenso. Masticar hielo o mojarse la cara con agua con hielo son estrategias simples pero efectivas, ya que ayudan a disminuir la temperatura corporal y distraer la mente. Otras personas pueden calmarse escribiendo, bailando o saliendo a caminar. Cada individuo debe identificar qué lo ayuda a reconectar consigo mismo y recuperar la calma.
No obstante, cuando la ira alcanza niveles descontrolados, es importante pensar en el futuro. En esos momentos, en lugar de actuar impulsivamente, se recomienda detenerse y reflexionar sobre las consecuencias. Entender que las emociones intensas son pasajeras y que las adversidades pueden ser enfrentadas de manera constructiva, es clave para evitar daños.
En algunos casos, el problema va más allá del control emocional. Existen situaciones donde la persona pierde completamente el control, puede hacerse daño o lastimar a otros. Aquí, las técnicas mencionadas pueden no ser suficientes. Según Saravia, es necesario acudir no solo a un psicólogo psicoterapeuta, sino también a un médico psiquiatra que pueda evaluar la necesidad de medicamentos estabilizadores del estado de ánimo.
Finalmente, es importante no normalizar estas conductas argumentando que “así es la familia”. La ira descontrolada no es un rasgo heredado que deba aceptarse sin más. Es una señal de que algo no está bien y, como tal, merece atención y tratamiento.