Después de 20 años de guerra, Estados Unidos abandonó Afganistán dejando un verdadero desastre a nivel político, social y humanitario. Daron Acemoglu, en un ensayo para el portal Project syndicate, señala que en los amaneceres de la ocupación EE. UU. entendió que la única manera de construir un país mínimamente estable era mediante el establecimiento de instituciones de estado sólidas. Para tal fin, basó su estrategia en transferir recursos y expertise desde el extranjero. Las ONG y todo el complejo de cooperación internacional para el desarrollo estuvieron a disposición para llevar a cabo la receta, que en el papel lucía coherente.
¿Qué falló? Es innegable que Afganistán necesitaba instituciones estatales sólidas, fuerzas de seguridad funcionales, tribunales de justicia con predictibilidad y una burocracia competente. Sin embargo, no se le dio la relevancia pertinente a un tema crucial, la corrupción.
En esta línea, un informe de la BBC cita que el Departamento de Defensa de los Estados Unidos gastó en temas militares 778 billones de dólares (miles de millones), entre octubre de 2001 y septiembre del 2019. A este monto se le suma la inversión hecha en proyectos de desarrollo que alcanza los 44 billones. Es decir, entre el 2001 y el 2019, EE. UU. desembolsó el Afganistán 822 billones de dólares. Si a eso le agregamos lo invertido en Pakistán, donde los estadounidenses tenían bases, la cifra se incrementa a 978 billones.
¿Cuáles fueron los resultados del casi trillón de dólares? Transparencia Internacional (TI), define a la corrupción como “el abuso de poder conferido para beneficio propio.” Según el índice global de percepción sobre corrupción publicado por TI el 2020, Afganistán se ubica en la posición 165 de 180 países. DE igual forma, el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas del año pasado lo sitúa en el casillero 169 de 189 naciones evaluadas.
En pocas palabras EE. UU. derrochó inmensas cantidades de dinero apoyando a un gobierno corrupto y no representativo post-talibán. Ashraf Ghani, el otrora presidente respaldado por EE. UU., huyó a los Emiratos Árabes Unidos cuando los talibanes tocaban las puertas de Kabul. De acuerdo con información de la agencia estatal de noticias rusa RIA Novost, Ghani se fue del país con cuatro autos y un helicóptero llenos de efectivo.
¿Qué lecciones nos quedan a nosotros? La primera y probablemente la más importante es que cualquier proyecto nación es inviable cuando el Estado es débil, ineficiente y carcomido por la corrupción. En este aspecto los datos tampoco acompañan a nuestro país. Perú se ubica en el puesto 94 del índice de percepción de corrupción de TI. Muy por debajo de países latinoamericanos como Uruguay (21), Chile (25), Costa Rica (42), Cuba (63), Argentina (78), Ecuador y Colombia (92).
De igual forma, un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo del 2018 indicaba que las ineficiencias técnicas del Estado en materia de gasto público, vale decir filtraciones en transferencias, malgasto en remuneración a empleados públicos y malgasto en compras públicas, significaban un despilfarro de 2.5% del PIB, lo que equivale a más de 5 mil millones de dólares. Por si fuera poco, la Contraloría General de la República (CGR) acaba de presentar un informe donde ubica el tamaño de la corrupción y la inconducta funcional en el Perú en 22 mil 59 millones de soles para el año 2020. El monto identificado por la CGR del 2019 fue de 23 mil 297 millones de soles. Es decir que en dos años se dilapidaron 45 mil 356 millones de soles.
A manera de conclusión, es incontrovertible que poco y nada se podrá avanzar a nivel país si no se toma en serio la lucha contra la corrupción. Esta pasa sine qua non por contar con un servicio civil profesional y altamente calificado. Sin embargo, este aspecto crucial para la viabilidad misma del proyecto nación no se menciona o no se toma en cuenta en la agenda de la clase política nacional.
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