Cuando Le Corbusier definió la arquitectura como “el juego sabio, correcto, magnífico de los volúmenes bajo la luz”, dio a la luz un valor determinante en la arquitectura, que si bien es cierto siempre estuvo presente, pocos lo encontraron tan esencial como lo hizo este arquitecto suizo-francés que supeditó la existencia de la arquitectura a la luz, antes que a los materiales y a la propia construcción. Mejor dicho, entendió la luz como un material, tal vez el más importante de los materiales.
En la época medieval, cuando la arquitectura gótica se propuso alcanzar el cielo y ensayó esas formas complejas para lograrlo, se pensó que construir el espacio era un problema de canteros, quienes, con habilidad, tallaron las piedras para alcanzar lo divino. Cuando terminaron, se dieron cuenta de que, en su propósito de tocar el cielo, más bien este llegaba hacia ellos filtrándose a través de los resquicios que les dejaban las pétreas estructuras. Fue tal vez en ese momento en el que decidieron pintar la luz de colores y con figuras y formas, para hacer evidente esta presencia terrenal de la luz divina. Entonces nacieron los vitrales y el vidrio ingresó en la construcción para ser un mediador entre la arquitectura y la luz.
El Renacimiento no tuvo a la luz como su elemento central. Los arquitectos y los artistas renacentistas estaban tan ocupados en encontrar órdenes que los conectaran con el pasado y en búsquedas de verdades constructivas a partir del uso ordenado y geométrico de los materiales, que probablemente no repararon en la importancia de la luz. Además, el descubrimiento de la perspectiva y la posibilidad que esta daba a la representación los entretuvieron muchísimo, y contagiaron su entusiasmo a los pintores, que por fin pudieron plasmar en lienzos y dibujos la tercera dimensión. Pero serían luego otros pintores, ya durante el Barroco, los que descubrirían cómo la luz y sus contrastes habrían de permitir la consecución de esos claroscuros que infunden enorme dramatismo en sus cuadros. Caravaggio se anticipará en algo más que un par siglos al reflector, buscando iluminar las escenas a partir de luces que penetran los espacios oscuros que la arquitectura produce, lo cual probablemente haya conducido a la realización de esas magníficas obras que tanto Francesco Borromini como su discípulo Guarino Guarini, jugando con la geometría de sus estructuras barrocas, consiguieron en esos espacios dramáticos a través, nuevamente, de filtrar las luces entre los resquicios de arcos y vigas.
El barroco devolvió la luz a la arquitectura, y así llegó a América, para instalarse con comodidad en una tierra en la que tuvo un encuentro armonioso con culturas locales, algunas muy complejas como la cultura andina. En medio del desencuentro que significó el descubrimiento y la conquista de América, en general, y del Perú, en particular, será el barroco un punto de encuentro de dos culturas complejas y profundamente religiosas, que caminaron a un sincretismo al que llamaremos barroco americano. Heredero de Churriguera, no es nuestro barroco un producto de complicadas geometrías, es un barroco de ornamentos profusos, superpuestos y yuxtapuestos; de retablos y altares dorados, donde flotan Cristos, Vírgenes, ángeles y santos, y cuyos brillos se acentúan cuando la luz cruza los lunetos y óculos de las naves y las linternas de las cúpulas. Pero también es un barroco que sale del espacio interior para ubicarse en fachadas como “portadas retablos”, para impregnar de religiosidad y de complejidad las almas de nuestra gente y mantenerse latente hasta nuestros días, fluyendo en nuestras distintas manifestaciones culturales.
Nuestra cultura barroca, tan vinculada a la luz para mostrar sus claroscuros, sus contrastes y sus sombras, sufre en Lima, varias veces al año, de inanición. Acostumbrados los limeños a una luz difusa y a un cielo que don Héctor Velarde definiría como “una gris panza de burro”, es posible pensar que Le Corbusier, si hubiese conocido Lima, hubiera tenido que cambiar su definición de arquitectura de “el juego sabio, correcto, magnífico de los volúmenes bajo la luz” a simplemente “un juego de volúmenes bajo la luz”. En esta ciudad, donde gran parte del año los volúmenes juegan a las escondidas, agradecemos a Thomas Edison por su invento, la bombilla eléctrica, que nos devuelve, especialmente en las noches, el necesario dramatismo de nuestra arquitectura.
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