Yo le llamo “el Código James Bond”: un hombre con licencia para matar, mentir, golpear, revolcarse en excesos y ahogarse en lujos, todo a nombre del bien. Naturalmente, un héroe. O podría llamarlo “el Código Iron Man”: Un megalómano archimillonario, comerciante de armas, que compensa su existencia abominable mediante una armadura (las soluciones contemporáneas siempre son tecnológicas o bélicas), con la que deja en escombros en cada entrega –con las mejores intenciones, claro– medio planeta. Es un súper-héroe.
A diferencia de Bond, plebeyo peón de una exemperatriz desvaída, Tony Stark es uno de los amos del actual Imperio. Pero la misma fórmula los justifica: mientras tus intenciones sean buenas y mientras conserves el status quo, podrás violar los valores que dices defender, y aplaudiremos.
Lo interesante no son estos personajes ficticios, sin embargo, sino comprobar que el Código Bond/Iron Man funciona en la vida real. Es decir, alegar una buena causa nos da permiso para actuar a contravía de lo que predicamos; porque, en última instancia, de esa manera contribuimos a que nada fundamental cambie. Así, nos encontramos con algunos defensores de derechos que maltratan a sus subordinados, con algunos ambientalistas cuyo tren de vida demanda más energía fósil que un distrito rural, con algunas organizaciones para la naturaleza que consumen (y regalan) cerros de plástico. Probablemente, todos se sienten héroes. Gracias al Código, justo cuando traicionamos nuestras buenas intenciones públicas, nos sentimos mejor con nosotros mismos, porque predicamos aquello que estamos traicionando. Es una falacia circular, por supuesto.
Todos aconsejamos cosas que no hacemos y sucumbimos a algunas tentaciones. Pero no es a la “carne débil” ni a hipocresías individuales a lo que me refiero, sino a un mecanismo social, por el cual se nos permite embadurnarnos de contradicciones; siempre que no pongamos en tela de juicio al entramado donde nos movemos.
Es una regla de convivencia perfeccionada entre las clases educadas y privilegiadas; donde –lamentablemente– se entremezclan los egoístas, los malintencionados y los buenos: Somos cooperativamente incoherentes; pero es intolerable preguntar por qué lo hacemos. Y sin embargo, está claro: cada vez que compro una bebida descartable, sé exactamente adónde va la botella y adónde va el dinero. Cada vez que regalo un globo de plástico brillante, sé que puede acabar matando a una tortuga. Cada vez que tomo un avión hacia un evento, sé que estoy contribuyendo al calentamiento global y quién obtiene los réditos. Nadie, a estas alturas, es tan ignorante como para no saberlo.
La solución no requiere moralina, parálisis puristas ni golpes de pecho. A nivel individual y organizacional, establezcamos metas sinceras y significativas de reducción de las contradicciones entre nuestro discurso y nuestro funcionamiento. Conversemos en familia y con colegas, definamos criterios (es mejor evitar que compensar; no tengo que subir a todo vuelo). Hagamos públicos nuestros compromisos y busquemos maneras transparentes de darles seguimiento. Participemos en movimientos sociales, para fortalecerlos desde dentro. E inventemos, paso a paso, un mundo donde los héroes no respondan a códigos perversos.
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