En su autobiografía intelectual, el filósofo Karl Popper, al referirse a la definición de la vida que elaboró el físico y premio Nobel, Erwin Schrödinger, la juzgó como una “bella teoría”, pero inconsistente en sus términos y, por lo tanto, limitada en su uso científico. No era para menos. Definir a la vida como “entropía negativa”, dejaba de lado el carácter ciertamente biológico de la misma. Según Popper, Schrödinger había caído en un reduccionismo físico que hacía imposible concebir al universo como algo abierto a la interacción entre el mundo físico y el mundo biológico. La teoría era “bella”, seductora, consistente en su poder argumentativo. Pero realmente restringida.
En el ámbito intelectual, como en otros espacios, el siglo XX fue un campo de batalla teórico. En todas las ciencias observamos cómo entraban en conflicto ideas con contenidos diametralmente opuestos. ¿Cómo olvidar el debate entre el keynesianismo y la Escuela Austriaca o entre el evolucionismo epistemológico y el relativismo epistemológico? Gran parte de estas luchas tuvieron un impacto determinante sobre el orden social, político y económico. También, sobre el modo de organizar el conocimiento. Y conforme el mundo universitario se fue haciendo más vasto y complejo, las dimensiones de los conflictos teóricos fueron adquiriendo una envergadura inusitada frente al siglo XIX.
En países como el Perú, la mayoría de veces asistimos como observadores distantes de aquella lucha entre teorías. La mar de ocasiones, se tomó partido por alguna de ellas porque afirmaba determinada querencia ideológica. Por ejemplo, las “izquierdas” de la mitad del siglo XX, asumían las diversas versiones de la Teoría Crítica Marxiana y las “derechas” de las últimas décadas se apropiaban del “individualismo metodológico” y su creencia en el orden espontáneo. Asimismo, las “izquierdas” actuales, asimilaron la Teoría Crítica Posestructural y otras “derechas” se afincaron en una visión funcionalista, heredera del positivismo más amplio.
Sin embargo, en el debate ideológico, partidario o electoral, no se tomó en cuenta el asunto de fondo. Lo que estaba en juego eran posiciones profundamente teóricas: teorías que privilegian la construcción social de la realidad versus visiones fragmentarias que dejan a los individuos actuar dentro de marcos regulatorios formados aleatoriamente. Detrás de esas posiciones encontradas, podíamos ubicar perspectivas sobre la naturaleza humana, sobre la organización social, sobre la historia, etc. Pero en un país sin “digestión” crítica, aspectos profundamente teóricos, que debían ser discutidos, se convertían en recetas técnicas o, peor, en “políticas púbicas”. El resultado es que se defendía algo sin tener en cuenta la profundidad conceptual que hay de por medio en toda teoría. El deseo de operativizar toda idea -sin pensarla- es un rasgo de la orfandad académica de países como el Perú.
En el 2019 hemos visto cómo gran parte de lo que se creía cierto en términos económicos, ha sido superado por la complejidad de lo real. Vemos cómo el mundo que se ideó en los años 70 y que tuvo su cenit con la disolución de la URSS, entra a una fase crepuscular. Y la virulencia que encontramos en los diversos identitarismos y en su activismo temerario, nos sitúa en una condición de crisis sistémica de las teorías sociales (las del norte y las del sur).
Para Reinhart Koselleck los conceptos tienen como finalidad fijar la experiencia y hablar de ella. De ahí que posean una historia. Por una cuestión de supervivencia, es preciso refundar nuestras teorías sociales a la luz de nuevos conceptos. Ello implica aceptar que estamos en el “grado cero” de la teoría y que debemos superar varias de ellas aun, cuando sean seductoras y “bellas”.
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