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El fin del economicismo y retorno del Bien Común: otras lecciones del COVID-19

El sufijo “ismo” indica pertenencia, consonancia. Lo usamos a menudo para enfatizar algún tipo de identidad. Así, el “ismo” también es utilizado cuando queremos destacar una perspectiva única y limitada, que excluye a todas las demás. Cuando eso ocurre estamos ante un “reduccionismo”. El economicismo es un reduccionismo. Y es letal en términos humanos.

Juan Pablo II, en una de sus cartas encíclicas más visionarias, Laborem Excercens (1981), estableció una interesante crítica, desde la ética social y desde el humanismo cristiano, a los reduccionismos, tanto el materialista histórico como el liberal. A su juicio, el materialismo ponía énfasis en el conflicto entre capital y trabajo, situándolos en el mismo plano. Por otro lado, el capitalismo liberal, asumía la preeminencia del capital sobre el trabajo. Para el papa Wojtyla, la cuestión era evidente: “que van en la línea de la decisiva convicción de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre sobre el capital como conjunto de los medios de producción” (LE, III, 13).

Esta preferencia de la persona humana (y lo que ella es y hace), es el punto central de la antropología humanista, que asume que nuestra condición es digna por si misma y que todos los medios (recursos económicos, tecnologías, conocimiento, entre otros) están subordinados a la condición humana y que la labor humana se desprende de esa condición. Por lo tanto, el trabajo no debería estar en conflicto ni subordinado al capital.

Para entender y valorar esta línea argumental, no es preciso creer en un principio teológico. Basta asumir que el fundamento nuclear del orden social, político y económico es la persona humana. Y que los esfuerzos de la misma comunidad humana, comunidad histórica que aprende en el tiempo sobre el mundo y sobre si misma, se dirigen a salvaguardar nuestra dignidad.

| Fuente: EFE | Fotógrafo: CHRISTIAN BRUNA

El error del economicismo fue reducir la compleja y rica condición humana a una sola dimensión: la económica. Y en ese error, tornar al ser humano en un recurso económico, y convertir a la totalidad de instituciones sociales, políticas y culturales, en medios que garanticen la acumulación de capitales de todo tipo. Los efectos de esta reducción al ámbito productivo se pueden observar en los diferentes ámbitos. Así, la cultura, la educación, la ley, el derecho, el conocimiento teórico y técnico, en vez de estar al servicio de la persona y de la sociedad, estaban al servicio de la acumulación del capital.

Esa distorsión moral, radicalizó la destrucción de la naturaleza, socavando el ecosistema planetario y poniendo en peligro la vida de la “casa común” de la que habla el papa Francisco en su célebre encíclica “Laudato si” (2015). Cuando la acción humana, no está sometida a principios universales de justicia, es capaz de devorar las condiciones naturales que permiten que la vida exista en nuestro mundo. La falta de límites en la acumulación de riqueza, es la causa directa de la devastación de la naturaleza, de la explotación laboral y de la manipulación de masas de gran parte de la humanidad.

Pero el error economicista también se puede dar en el ámbito de los usos conceptuales. Los países, es decir, las sociedades políticas, se convierten en “economías” (es decir, factorías de producción), el trabajador en “colaborador” (no en sujeto de derechos laborales), el ciudadano en “consumidor” (sin condición política), el autoempleo precario en “emprendedor informal”, entre otros. Una maraña conceptual que ocultaba las enormes distorsiones del mundo social, producido por el economicismo liberal. Pues a golpe de COVID- 19, se descubre que somos sociedades, comunidades políticas e históricas. Descubrimos que hay trabajadores con derechos humanos sociales. Nos percatamos que un consumidor no es lo mismo que un ciudadano. Y que un emprendedor informal es alguien que hace lo que puede para sobrevivir.

George Orwell, acucioso lector de su época, decía con relación a los totalitarismos “que primero se robaban las palabras y después sus significados”. Con ello, el gran escritor inglés ponía de manifiesto la enorme red de palabras que un sistema construye para legitimar un estado de cosas. En el caso del economicismo liberal se arrogó el derecho de ser considerada la única forma de hacer ciencia e identificando los fines de una determinada visión de la economía con los fines sociales de una nación.

Branko Milanovic, uno de los economistas mejor formados de nuestra época, ha escrito recientemente que el efecto económico más perverso de la pandemia es el colapso social de nuestra civilización, porque esta ya venía afectada por el aumento sostenido de las desigualdades. Evitar este colapso involucra hacer un esfuerzo social, político, científico y económico sin precedentes en un siglo. E implica superar el economicismo liberal y reencontrar la profunda locución histórica del “Bien Común”, que resume gran parte de la evolución ética de la humanidad. El concepto de Bien Común nos asume como una sociedad política, como una comunidad histórica en el tiempo que aprende de su propia experiencia. Así, debemos reencontrarnos con la complejidad histórica y cultural de una sociedad.

NOTA: “Ni el Grupo RPP, ni sus directores, accionistas, representantes legales, gerentes y/o empleados serán responsables bajo ninguna circunstancia por las declaraciones, comentarios u opiniones vertidas en la presente columna, siendo el único responsable el autor de la misma.

Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (UARM). Es Dr. (c) en Humanidades por la Universidad de Piura y maestro en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Autor del libro "La trama invisible de lo útil. Reflexiones sobre conocimiento, poder y educación" y de numerosos artículos académicos vinculados a la historia de las ideas, con énfasis en la historia conceptual, y en las relaciones entre conocimiento y sociedad en el Perú y América Latina.

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