En su célebre ensayo, Las dos culturas (1959), el físico y novelista inglés C. P. Snow (1905-1980), denunció la creciente y profunda enemistad académica entre las ciencias y las humanidades, observando que ambas habían llegado a constituirse en dos modos, opuestos, de asumir la dimensión académica en las universidades.
Por un lado, las ciencias, especialmente la física y la biología, habían tenido logros espectaculares en los últimos cien años. Este éxito podría evidenciarse en el ámbito de la aplicación tecnológica e industrial. La ciencia mejoraría la vida humana de forma tangible. Por otro lado, las humanidades lamentaban la creciente especialización del conocimiento científico y la subsecuente ignorancia sobre aspectos fundamentales de la condición humana. Las humanidades mantenían el foco centrado sobre los logros culturales del ser humano, porque lo consideraban realmente relevantes. Ambas posiciones estereotipadas e irreductibles sobre la orientación del conocimiento, ponían en riesgo la colaboración interdisciplinaria que, de suyo, es posible en el ámbito universitario.
La teoría de Snow fue objeto de crítica por ambos bandos. Los “humanistas”, consideraron que este autor mostraba una visión tradicional, romántica y conservadora de las humanidades. Y, los “científicos”, concluyeron que Snow ofrecía una perspectiva deshumanizada e instrumental de la ciencia. Pero, más allá de la crítica, el objetivo de Snow era visibilizar dos actitudes del mundo académico que podrían, a largo plazo, socavar la confianza de la institución universitaria.
Sin embargo, en las últimas décadas, las ciencias y las humanidades fueron cediendo espacio ante un enemigo silencioso que ponía en peligro la formación del conocimiento teórico. Este enemigo fue la rentabilidad económica y el enfoque empresarial del saber académico. En efecto, mientras los valores sociales fueron sustituidos por los intereses económicos, gran parte del quehacer universitario quedó subordinado a la lógica instrumental del costo-beneficio, viéndose reducida la importancia de la investigación científico teórica y humanística.
En el extremo de esta posición, se asume a las universidades como centros de formación profesional y de investigación limitada al beneficio económico. Este reduccionismo economicista de la vida universitaria, convierte al alumno en un cliente adiestrado para el mundo productivo y al catedrático en alguien que ofrece un servicio de capacitación. Finalmente, los currículos profesionales favorecen el saber ocupacional en detrimento del saber formativo de las ciencias y de las humanidades. La física, la matemática, la historia, la filosofía, entre otras, no son más que asignaturas subordinadas a un esquema de formación profesional/escolar.
¿Qué consecuencias trae esta sumisión de las ciencias y de las humanidades a la lógica económica? Acaso, la más peligrosa, que la mayoría de profesionales interactúen con tecnologías de información, de comunicación, de gestión, de educación, de salud, entre otras, desconociendo las causas eficientes de su funcionamiento y los efectos de las mismas. Es la “nueva ignorancia” contra la que clamaba Carl Sagan en El mundo y sus demonios.
Así, las dos culturas, están amenazadas por una praxis universitaria que tiende a reducirlas a su mínima expresión en pos de un saber técnico, unidireccional, empobrecido y, a la postre, acrítico. En el umbral de nueva era oscurantista, no podemos permitir que la lógica económica socave el asombro por la naturaleza y por el ser humano, punto de partida de las ciencias y de las humanidades.
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