En 1861 se publicó Consideraciones sobre el gobierno representativo, una de las obras más influyentes de John Stuart Mill en la génesis de la ciencia política. Aquí podemos identificar dos preguntas fundamentales que han marcado la discusión en el ámbito de lo que posteriormente se ha venido a denominar democracia representativa, hasta nuestros tiempos: ¿quién puede ser elegido? y ¿quién puede elegir? Cabe indicar, como bien señala Daniel Gaxie en La democracia representativa (ed. cast.: 2004), que los diversos elementos constitutivos de la democracia representativa progresivamente se desarrollaron durante el siglo XIX.
Una obra que profundiza y orienta muy seriamente esta discusión es la del profesor y filósofo francés Bernard Manin titulada Los principios del gobierno representativo (ed. cast.: 1998). Aquí se pregunta cómo podemos entender la representación política al pasar de una democracia de partidos a una democracia de masas, de la videopolítica —como la refería Giovanni Sartori— a la democracia digital (e-democracy).
Marcelo Escolar (et al.), en Un sistema electoral para la democracia: los orígenes de la representación proporcional (2015), señala: “Vivimos hoy en una sociedad electoral, en la que el voto no solo se utiliza como un mecanismo plebiscitario para dirimir ejecutivos nacionales, sino también para definir la distribución de poder en todas las áreas imaginables de la vida social (desde el trabajo, el barrio, la escuela, los clubes de fútbol, hasta las más triviales competencias televisivas)”. De alguna manera se ha institucionalizado el término democracia incluyente.
Adam Przeworski, en ¿Por qué tomarse la molestia de hacer elecciones? (ed. cast.: 2019), comenta que el ingreso per capita es un predictor muy poderoso de la supervivencia de las democracias: “En Costa Rica, en 1948, cuando el ingreso per capita del país era de unos US$ 1.500, se realizó una elección. El resultado era un empate técnico […] el Congreso […] declaró que el ganador era quien oficialmente había recibido una cantidad algo menor de votos. Se desató una guerra civil, en la que murieron unas tres mil personas. En otro período, se llevó a cabo una elección en otro país. La votación desembocó en un empate técnico […] la Corte Suprema […] declaró ganador al candidato que oficialmente había recibido una cantidad algo menor de votos. Luego todos se fueron a casa, conduciendo sus costosas camionetas 4x4, para hacer mejoras en sus jardines. […] el ingreso per capita del país rondaba los US$ 20.000. Un ingreso alto es una condición suficiente para que las elecciones sigan siendo competitivas, pero no es un requisito necesario”. Un tema nada menor: en ambos procesos electorales las denuncias de fraude se habían extendido por todo el país.
Pero Przeworski también nos comparte una extraordinaria revelación: “Mucha de la insatisfacción actual con respecto a los procesos electorales en los países desarrollados se debe al estancamiento de los ingresos de una buena parte de la población, y en Europa obedece a la persistencia del alto desempleo. La consecuencia es un cambio epocal de expectativas: tal vez por primera vez en doscientos años muchas personas creen que sus descendientes no tendrán una vida mejor que la de ellos. […] en los Estados Unidos […] la proporción de hijos que a los 30 años tienen ingresos mayores a los de sus padres a esa misma edad ha asistido a constante y abrupta caída en las últimas cinco décadas”.
¿Quién me puede representar en las próximas elecciones del 11 de abril en el Perú? Tomando en consideración lo anteriormente reseñado, existencialmente recurro a David Hume. En sus Ensayos políticos —obra basada en sus publicaciones entre 1741 y 1758—, Hume afirmaba: “Equilibrar un gran estado o sociedad […] mediante leyes generales es obra de tan gran dificultad que ningún ingenio humano, por muy capaz que sea, puede llevarla a cabo con solo la razón y la reflexión. En la tarea ha de unirse el juicio de muchos; y será la experiencia quien le sirva de guía, el tiempo quien la lleve a la perfección […]”.
Entonces la respuesta ya tiene algún fundamento: me debe representar la persona más virtuosa, que sepa escuchar y aprender de los mejores, que no desnaturalice la democracia tomando atajos irresponsables, que sea capaz de devolvernos una razonable esperanza por un mejor porvenir, y que la idea del progreso vaya de la mano con un profundo entendimiento de la justicia como equidad: el fino y necesario equilibrio entre la libertad (política y económica) y la igualdad de oportunidades, y ante la Ley.
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