La política, y esto ya lo he dicho en una columna anterior, despierta el mismo fanatismo que el fútbol. Las personas con filia hacia un equipo de fútbol bordan un entramado que permite la separación entre el grupo y los demás, entre «nosotros» y «ellos». En otras palabras, entran en una dinámica de división entre bandos que no hace más que reforzar el sentido de pertenencia hacia la agrupación y el rechazo hacia todo lo que representa «lo de afuera». Esta división se hace patente, generalmente, entre dos equipos (por ejemplo, Universitario de Deportes y Alianza Lima), porque, aunque se reniega de todo lo externo, se requiere de forma ineludible un rival concreto al cual depositarle todas las características negativas y las culpas. Poco a poco, gracias a este deseo por formar parte de un grupo, las personas van amoldando sus creencias, mitos y principios sobre el mundo a las creencias, mitos y principios del equipo, lo que genera que cualquier información o dato que contradiga la imagen idealizada del grupo sea descartada de inmediato. De hecho, se sabe por las investigaciones que el cerebro de los partidarios filtra la información a través de sesgos que distorsionan su procesamiento para hacerla coincidir con la realidad que ellos quieren que exista. Esta es una forma de protegerse de la evidencia, evidencia que derrocaría no solo a su equipo de fútbol, sino también a su propia identidad. Porque convengamos que los fanáticos mimetizan su propia identidad con la del club de fútbol: adoptan sus manierismos ideológicos, sus modismos conductuales y sus entelequias más profundas.
Este mismo fenómeno ocurre en el ámbito político: a pesar de la existencia de matices y distintas visiones político-económicas que conforman un amplio espectro, las personas se ven impelidas a «unirse» al grupo «correcto» y a aborrecer al grupo «infausto». Si les quisiéramos poner nombre a ambos grupos, bien haríamos en llamarlos, porque así funcionan las cosas en la actualidad, «derecha» e «izquierda». Ambos «bandos», y los partidos inscritos en ellos, van modificando la capacidad de evaluación cognitiva de las personas, es decir, su habilidad para sopesar los hechos de la realidad. Pero no solo ello: de acuerdo con las investigaciones en neurociencia y ciencia cognitiva, la memoria de los partidarios se ve particularmente afectada, puesto que suelen recordar más los hechos negativos que le pertenecen a la otra facción, incluso si son falsos; y sus principios individuales se van transformando hasta calzar precisamente con los del ideario del partido político.
Aunque esta forma de asimilarse a un grupo responde a una predisposición genética en interjuego con las experiencias tempranas en la infancia (por ejemplo, un funcionamiento cerebral menos flexible ante nuevas ideas en adición a estilos parentales punitivos e intransigentes), no es menos preocupante, porque el futuro de un país está sometido a una toma de decisiones basada en sesgos (p. ej., el sesgo de confirmación), deseos inconscientes (p. ej., el deseo de pertenencia o de estatus) y fallas cognitivas (p. ej., atención y memoria selectiva). Es como si los electores, al ejercer su voto, no hicieran gala de su capacidad analítica, sino, más bien, de su incapacidad para ver la situación de manera objetiva. Y me temo que esta seguirá siendo la historia hasta que lleguemos a ser capaces de ver hacia adentro y no hacia el exterior, hasta que podamos revisar nuestra propia forma de tomar de decisiones y hasta que alcancemos un nivel más elevado de introspección.
Sin embargo, espero equivocarme.
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