Esta semana, y después de casi un año, me comuniqué nuevamente con un señor a quien admiro mucho por su empuje y esfuerzo a pesar de su edad. A él lo conocí en una tienda muy popular de un famoso centro comercial hace muchos años, en mi etapa universitaria, cuando fui con la imperiosa necesidad de arreglar un terno de un día para otro. La relación de trabajo entre los dos se extendió tanto que, incluso, para mi matrimonio, le pedí que hiciera mi traje —él declinó la oferta, pues tenía mucho trabajo en esa época y mi solicitud fue un poco extravagante para el tiempo requerido—. De hecho, yo suelo hablar de él con admiración por su delicado trabajo; muchos de mis amigos lo han contactado y, también, han generado una alianza que ha durado hasta ahora.
Esta vez lo llamé a su celular de noche y él me devolvió la llamada unos minutos después. Me comentó que, en su casa, no tiene muy buena cobertura, por lo que tuvo que salir para comunicarse conmigo. Con mucha celeridad, me dijo que podía venir a mi casa al día siguiente (generalmente, programábamos una cita con dos o tres días de anticipación). El día prometido estuvo a primera hora, lo que me sorprendió bastante. Me comentó que, desde que inició la pandemia acá en Perú, se quedó sin trabajo por ser una persona que se encuentra en el grupo de riesgo. Si bien no ha sido despedido, no recibe ningún tipo de apoyo económico mientras no labore. Como él me lo confesó, la está pasando muy mal.
Cuando se fue, pensé en maneras de ayudarlo. Yo no tengo contacto con el mundo de la sastrería, por lo que tuve que darle muchas vueltas al asunto. Lo primero que se me ocurrió fue ponerlo en contacto con una cuenta de Instagram que reúne y promociona el trabajo de personas con diferentes oficios. Aunque me comuniqué con ellos, sus políticas internas y de seguridad no permiten que una persona externa sugiera a algún trabajador. Con esa opción descartada, tuve que pensar en otra solución. Se me ocurrió, luego de algunos minutos de analizar las posibilidades, hablar con el diseñador y asesor de imagen (que también es dueño de una tienda de ternos) que confeccionó el terno de mi boda. Le escribí y le conté el caso que les narro en esta columna. Le pregunté si él le podía dar una mano con un trabajo o si conocía a alguien que lo pudiera hacer. Felizmente, me dijo que los ponga en contacto para ver si lograba ayudarlo.
¿Por qué les cuento esta historia?
La Navidad se ha convertido, desde hace muchos años, en sinónimo directo de consumismo. Bien para los que se quieren regalar algún objeto para sí mismos o para aquellos que buscan alguna medida altruista que beneficie a los demás, la Navidad siempre consiste en ir a una tienda y adquirir algún producto manufacturado. Si esto está bien o está mal, no es discusión de esta columna. Lo que sí es central es darnos cuenta de dos cosas: en primer lugar, es fundamental que notemos que la Navidad, como construcción cultural, es decir, como ritual, más allá del paradigma teísta, está llena de valores. Uno de ellos es el compartir, valor que reposa fuertemente en la empatía. En segundo lugar, vale la pena que no cerremos nuestro altruismo a la compra de objetos; la empatía, de hecho, se puede ejercer desde acciones pequeñas o grandes que beneficien en menor o mayor medida a las personas que nos rodean. En el caso particular que les cuento, lo más idóneo fue buscar un modo de brindarle una seguridad laboral, por más mínima que sea, al señor de mi relato. Así como este caso, muchos otros, probablemente, también requieran de una ayuda puntual que no se relaciona con un elemento físico y concreto.
¿Cuántas personas que conocen precisan, más que de regalos, de un apoyo, fundado, claro está, en sus reales y verdaderas necesidades? Seguro que, si ven a su alrededor, podrán encontrar más de una. Pongamos en práctica, entonces, una cadena de ayuda a través de la empatía. Creo que, si lo logramos, estaríamos muy alineados con los reales valores de la Navidad.
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