La Navidad es uno de los rituales sociales más esperados del año; cumple, junto con las celebraciones de cumpleaños y el Año Nuevo, funciones que regulan medianamente el paso del tiempo y que refuerzan la idea vincular de unión, de manada, de soporte. Es un momento, diríase, que se espera con un beneplácito universal, con un asentimiento que no deja lugar a dudas, en una especie de complicidad tácita entre todas las ciudades, porque, ¿quién no ama la Navidad? Sin embargo, aunque para un grupo grande de personas esta efeméride representa todo lo positivo que puede emerger de una familia, todo lo saludable que logra asociarse con cosas tan pequeñas como el olor a pavo recién horneado y a chocolate caliente, para otro grupo significa la presión por falsear su propia identidad, por representar el papel protagónico de mujer u hombre «feliz», de mujer u hombre «exitoso en sociedad», de mujer u hombre que está seguro de sí mismo y de lo que indefectiblemente hará para lograr sus metas. Dicho de otro modo, mientras que instintivamente la mayoría disfruta de los últimos resquicios de comida que va dejando la gran fiesta sin mayor tribulanza que la de que la noche no se acabe, un porcentaje de personas busca en el reflejo de la cubertería una sonrisa que colocarse y que parezca real, unos ideales que comulguen con los de la cuadrilla familiar y unos logros anuales que sean motivo de gloria romana.
Para este grupo, la Navidad no es sinónimo de alegría y unión hogaril, todo lo contrario: simboliza explícitamente que hay algo que está «dañado» en ella o en él, que hay algo que no encaja y que no encajará, y que, por ello, debe pretender que es otra persona para no ser juzgada o juzgado por el clan. La Navidad le enrostra que no lo logró y que no ha sido suficientemente buena o bueno como para continuar con los valores familiares. Pero, ¿quiénes se encargan de esta innoble labor? Pues los parientes cercanos, dentro de esta dinámica, fungen como celadores de la tradición, como centinelas entrenados para «corregir» cualquier desviación que se aleje de lo «esperable», es decir, de la «norma». ¿Cómo lo hacen? Utilizan desde tácticas motivacionales hasta la censura pura y dura. Pueden realizar comentarios para fomentar los comportamientos deseados («Tú puedes lograrlo»), hacer tediosas comparaciones («Mira cómo tu prima ya se casó»), poner en práctica mecanismos coercitivos («Ya estás bien grande como para seguir así»), utilizar estrategias pasivo-agresivas que siembran la culpa («¿No crees que te han dado todo?») o criticar directamente («Lo que estás haciendo es terrible»). Es así como la Navidad, en lugar de ser un tiempo armónico, transmuta en un cántico sonoro de reproche para la identidad de muchas personas.
Este tipo de temáticas rompe con el famoso «tiempo de paz navideño» —lo coloco entre comillas porque esa paz no es disfrutada por todas y todos— y con los típicos artículos sobre los vínculos y los afectos. De eso ya se habla mucho —y está bien—. Lo que aún se elude, sin embargo, es la lucha de muchas personas por sostener su identidad en un núcleo familiar que olvidó la empatía en el horno, que prefirió eternizar la estrechez de mente y de conceptos cerrados en lugar de ponerse en el lugar de ese otro familiar. Es necesario, entonces, visibilizar prácticas y «modismos» culturales que solo contemplan a una porción de la sociedad familiar, aquella que sojuzga a los miembros cuya identidad no se corresponde con lo «planeado», con lo preceptivo. Es necesario, entonces, hablar de lo que duele, aunque sea en Navidad.
Comparte esta noticia