Estamos a un mes de la mayor emergencia y crisis ambiental por la que hemos atravesado. El derrame de petróleo en nuestro mar ha evidenciado tantas falencias en nuestro sistema que no podemos más que repetir lo mismo de siempre: “No estábamos preparados”, así como no lo estamos para un terremoto, o un tsunami o una emergencia de salud como la pandemia de la COVID-19. Este tipo de emergencias nos hacen enfrentar a la realidad de nuestra informalidad.
En este mes, hemos visto a instituciones sin presupuesto o capacidad de reacción, un ministerio del Ambiente casi inexistente, una empresa esquiva e irresponsable, una sociedad civil desesperada que no entiende por qué no se actúa más rápido y que no quiere aceptar por qué seguimos perdiendo nuestro mar y sus recursos, y a un gran grupo de pescadores angustiados por perder la única forma que conocen para sobrevivir y mantener a su familia. Pese a esta crítica situación ambiental, lamentablemente también hemos visto cómo algo tan grave pasa a segundo plano debido a la inestabilidad política de nuestro país.
El derrame de petróleo en nuestro mar duele, y duele muchísimo porque no solo viene cargado de una mancha negra, sino también de la indiferencia para proteger nuestro patrimonio natural. Nos tomará mucho tiempo recuperar lo que hemos perdido si es que logramos hacerlo.
Si bien son múltiples las medidas que se están evaluando y se están implementando respecto a la remediación, corrección o sanciones por el daño, esta situación me lleva también a pensar en los años de marchas y contramarchas, indefinición y los diversos procesos para el establecimiento de áreas marinas protegidas, todos ellos siempre cargados de una recia oposición de los sectores extractivos que plantean múltiples restricciones o limitaciones al ejercicio de sus actividades, llegando incluso a afirmar que el establecimiento de estas áreas podría perjudicar la economía nacional.
Después del derrame, creo que nos queda claro, lo único claro diría yo, que la necesidad de cumplir estándares ambientales altos, de contar con los máximos niveles de protección y de supervisión tienen un gran fundamento. Estas son necesarias e imperativas. Las pérdidas de esta tragedia para nuestra biodiversidad son exorbitantes, y en muchos casos incuantificables. Nuestro mar está de luto, la Reserva Nacional de Islas, Islotes y Puntas Guaneras está golpeada y muy herida, y muchos de nosotros estamos aún en estado de negación, sin entender cuándo realmente valoraremos lo que tenemos, cuándo entenderemos que el Perú es un país privilegiado y nosotros somos responsables de protegerlo. Debemos asumir esto y no seguir minimizando el valor de nuestra riqueza natural frente a esquemas extractivistas que solo nos arrinconan y hacen perder lo nuestro. El mar de Grau necesita protección, necesita que finalmente sea asumido como la fuente de riqueza que es, de biodiversidad y como medio de vida para todos los peruanos y peruanas.
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