En muchas zonas de Lima es común toparse con cámaras de videovigilancia. Instaladas en lo más alto de postes o edificios, estos aparatos son los ojos de la Policía y el Serenazgo. Se han puesto de moda. Se les atribuye un poder disuasivo. Ningún delincuente quiere ser visto en plena acción.
En una reciente nota de El Comercio, se destaca que entre el 2017 y el 2018 aumentó en 44% el número de cámaras de videovigilancia instaladas por las municipalidades. En Lima, solo Surco, por ejemplo, tiene 551 de estas cámaras. Ventanilla, un distrito con mucho menos recursos, tiene 350, incluso más que Miraflores (304).
Pero esta no es una moda limeña ni peruana. Fuera del Perú, es una práctica extendida en países como el Reino Unido y Estados Unidos, por ejemplo. Eso fue lo que motivó a varios investigadores* a evaluar cuál es el efecto reportado por 41 estudios rigurosos acerca del impacto de las cámaras de seguridad sobre el crimen.
Lo que hallaron fue positivo. Las cámaras de vigilancia redujeron en 51% los delitos cometidos en estacionamientos masivos de carros (muy comunes en ambos países). Sin embargo, su rango de impacto es limitado. No redujeron los robos de hogares ni los robos en transporte público.
¿Deberían encontrarse resultados similares en el Perú? Solo hay un estudio que ha respondido una pregunta similar. Se focalizó en las cámaras de videovigilancia del Cercado de Lima. Este estudio, realizado por Noam López, halló resultados mucho más modestos. Por cada 30 delitos cometidos en un mes, 3 dejaron de cometerse.
Las cámaras de videovigilancia son un instrumento dentro de una línea de producción mayor, que es el de prevenir el crimen. No son la panacea. Por el contrario, al ser parte de una línea de producción, necesitan que el resto de partes funcionen a la perfección. Para ello, se necesita por lo menos tres aspectos.
Primero, necesitan soporte. De nada sirve tener centros de monitoreo con cientos de cámaras si dependemos de los ojos (y atención) de personas que monitorean lo que pasa en una masa de información de cientos de cámaras. En otros países la inteligencia artificial ha reemplazado a esos ojos. Se emplea para analizar, procesar, sistematizar información y hasta para identificar objetos y personas sospechosas. Una vez hecho, la intervención humana se hace más fácil en los siguientes pasos (intervenir, detener, etc.).
Segundo, requieren respuesta policial oportuna. Y en eso, los algoritmos siempre serán vencidos por las personas. El aviso de un delito le puede llegar automáticamente y en tiempo real al policía. Sin embargo, se debe tener la suficiente cantidad de patrulleros para acudir rápidamente a cada emergencia. El tiempo de respuesta es clave y ahí tenemos en el país una brecha de patrulleros por cubrir.
Tercero, importa que las cámaras estén ubicadas estratégicamente. Hace varios años, un gerente de seguridad ciudadana me comentó que los alcaldes instalaban lo que él llamaba “cámaras políticas”. Eran cámaras que se instalaban solo porque los vecinos las pedían y no porque eran necesarias. En otros casos, las cámaras son instaladas en sitios de poca utilidad (sitios oscuros, de baja delincuencia, etc.).
Cuarto, deben estar interconectadas. Este es el gran problema de Lima. Por decirlo de alguna forma, las señales de las cámaras de cada distrito no son compatibles entre sí, lo que impide tener una central de videovigilancia única para toda Lima Metropolitana. Afortunadamente, en mayo último la Municipalidad de esta comuna emitió una ordenanza para generar dicha interconexión. Pero pasará un tiempo hasta que todo ello funcione como un sistema integral.
Como sucede con muchas ideas en materia de seguridad ciudadana, lo que importa no solo es la idea en sí misma, sino todos los recursos a su alrededor que hacen dicha idea funcione. Por ello, no toda receta importada funcionará acá. El contexto institucional del país “importador” importa y la eficacia de las cámaras de videovigilancia no escapa a ello.
*Welsh, C., Farrington, D. (2009). Public Area CCTV and Crime Prevention: An Updated Systematic Review and Meta‐Analysis. Justice Quarterly, 26(4), 716-745.
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