“Al ver que todo era pecado en mi hogar, comencé a practicar la violencia… Usé armas desde adolescente”. Es lo que cuenta Pedro, exdelincuente, hoy en sus cuarenta y tantos años. Nació en una de las ciudades más peligrosas de la costa norte. Las malas juntas importan. Desde joven, Pedro estuvo rodeado por un entorno nocivo. En su barrio, tuvo amigos y referentes mayores que él que eran conocidos por cometer robos y secuestros. Pedro deseaba ser y vivir como ellos: armas, dinero fácil, riesgo y mujeres.
Una de las variables que predicen la entrada a la vida delictiva es la deserción escolar. Por eso, en muchos países las políticas se enfocan en tratar de que permanezcan en el colegio. Pero no sucedió así con Pedro. Dejó el colegio. Ya había perdido cercanía con su familia. Ahora lo hacía con su escuela.
Las malas juntas eran la nueva familia de Pedro, pues le brindaban lo que las otras no: protección, comprensión y refugio. Vivía de cachuelos. Su débil arraigo a redes positivas era el mejor contexto para seguir tomando malas decisiones. De hecho, un estudio en Corea del Sur halló que la reincidencia era menor cuando los amigos delincuentes del reo recién liberado seguían internados en algún establecimiento penal.
Quienes estudian acumulan capital intelectual. Quienes delinquen acumulan capital delictivo. La lógica es la misma y, en ambos casos, hay que caer en el sitio correcto para que dicha acumulación sea efectiva. Ya en Lima, Pedro cayó en Maranguita.
Ahí, recluido y aislado de sus redes prosociales (familia y buenas juntas), intentaron resocializarlo. Aunque debió recibir su tratamiento en forma individual, lo recibió en grupo, pues en Maranguita no había el presupuesto suficiente para que el psicólogo atienda a un chico por vez a lo largo de toda su estadía en este Centro Juvenil. Ni siquiera alcanzaba el presupuesto para separar a los infractores entre los menos peligrosos y los más avezados. La resocialización en masa era —y sigue siendo— la regla y el anticipo de su escasa efectividad.
Si bien las cárceles deben resocializar, a duras penas lo logran en pocos individuos. No solo pasa en el Perú. Varios estudios en Inglaterra y Estados Unidos señalan que haber estar internado en una cárcel eleva – en lugar de reducir – la probabilidad de volver a cometer un delito una vez liberado. Tremendo dilema.
Pedro regresó a Trujillo y sí trabajó, como muchos de sus amigos (siempre amigos de lo ajeno). Pero el efecto de trabajar no es igual para todos. A algunos de ellos les bastó tener un trabajo relativamente estable para hacer una vida fuera del robo. Eran lo que desde la Criminología ha llamado “delincuentes esporádicos”, pues limitan sus actividades delictivas a la adolescencia. Pedro, en cambio, era lo que este mismo campo denomina “delincuente persistente”. A Pedro el trabajo no lo cambió. Él comenzó temprano en la vida. Y sucede que hay una larga lista de estudios que señalan que mientras antes se inicie la vida delictiva, más tarde acaba.
Finalmente, Pedro dejó la vida delictiva. No fue gracias a Maranguita, sino a una bala en el abdomen con orificio de entrada y salida. El olor a muerte que lo rondó lo hizo pensar. Curiosamente, en países con sistemas penitenciarios decentes, son los “Maranguitas” y los “Luriganchos” –y no las balas– los que tienen un rol importante para que una persona ya no vuelva a delinquir.
Se necesita más presupuesto y personal, pero también políticas basadas en evidencia y en modelos teóricos exitosos, con tratamientos individualizados y efectivos, que acompañen a políticas de empleo para ex reos. Reinsertarse no es fácil, menos aún si las oportunidades para cometer delitos siguen rondando y las ocupaciones que damos a los reos no bastan para que ya no vuelvan a delinquir.
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