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"Una tierra prometida": Lee un fragmento de las memorias de Barack Obama

Las memorias del expresidente de EE.UU. Barack Obama, serán publicadas en dos volúmenes. La primera
Las memorias del expresidente de EE.UU. Barack Obama, serán publicadas en dos volúmenes. La primera "Una tierra prometida" ya se encuentra en librerías. | Fuente: Penguin Random House

Lee un extracto de "Una tierra prometida", el libro de memorias del expresidente Barack Obama. Ya se encuentra a la venta en las librerías de todo el país.

"Una tierra prometida", la primera parte de las memorias del expresidente de EE.UU. Barack Obamacuenta la historia de su sorprendente trayectoria: de ser un joven en busca de su identidad a convertirse en líder del mundo occidental, y describe con detalle tanto su formación política como los momentos cumbres del primer mandato de su histórica presidencia, una época de grandes conmociones y de profundos cambios.

"Una tierra prometida" ya se encuentra a la venta en las librerías de todo el país al precio de S/. 89.

LEE UN FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 10

Al regresar a Chicago, nuestra vida cambió bruscamente. En casa nada parecía muy diferente. Hacíamos el desayuno y preparábamos a las niñas para ir a la escuela, nos pasábamos las mañanas devolviendo llamadas y charlábamos con los miembros del equipo. Pero en cuanto alguno de nosotros cruzaba el umbral de la puerta, era un mundo nuevo. Los periodistas se habían instalado en la esquina, tras unas barreras de cemento recién levantadas. Los francotiradores del Servicio Secreto hacían guardia en el techo, vestidos de negro. Una visita a la casa de Marty y Anita, a apenas unas manzanas de distancia, suponía un gran esfuerzo; una escapada a mi viejo gimnasio ya era impensable. De camino a nuestras oficinas temporales en el centro, me di cuenta de que las carreteras vacías que Malia había comentado la noche de las elecciones eran ahora la nueva normalidad. Todas mis entradas y salidas de edificios eran a través de las áreas de carga y de ascensores de servicio, completamente despejadas a excepción de algunos guardias de seguridad. Me sentía como si viviera en una ciudad fantasma particular, eterna y portátil.

Pasaba las tardes formando el Gobierno. Una nueva Administración genera menos cambios de lo que la mayoría de la gente cree. De los más de tres millones de personas que emplea el Gobierno federal, entre civiles y militares, apenas unos pocos miles son los llamados cargos políticos, que prestan servicio según la voluntad del presidente. De entre esos, el presidente tiene un trato habitual, significativo, con menos de cien altos cargos y asistentes personales. Los presidentes tienen el poder de articular una imagen y establecer una dirección para el país; el poder de promover una cultura institucional sana, estableciendo cadenas de responsabilidad y medidas de rendición de cuentas muy claras. Al fin y al cabo, iba a ser yo quien tomara las decisiones finales sobre los temas relevantes y quien iba a tener que explicárselas al país. Para hacerlo, al igual que los presidentes que me habían precedido, dependería del puñado de per- sonas que hicieran de mis ojos, oídos, manos y pies; de quienes iban a convertirse en mis administradores, ejecutores, facilitadores, analistas, organizadores, líderes de equipos, comunicadores, mediadores, solucionadores de problemas, chalecos antibalas, negociadores sinceros, cajas de resonancia, críticos constructivos y soldados leales. Era clave, por lo tanto, elegir bien esos primeros nombramientos; empezando por la persona que iba a ser mi jefe de gabinete. Desgraciadamente, la respuesta inicial del primer candidato en la lista fue poco entusiasta.

«Ni de coña.»

Era Rahm Emanuel, antiguo recaudador de fondos para Richard Daley y enfant terrible de la Administración Clinton, actual congresista por el distrito norte de Chicago y autor intelectual de la ola demócrata que en 2006 había recuperado el Congreso. Bajo, esbelto, inquietantemente apuesto, enormemente ambicioso y ligeramente maniático, Rahm era más listo que la mayoría de sus colegas en el Congreso y famoso por no ocultarlo. También era divertido, sensible, ansioso, leal y célebremente soez. Unos años antes, en una barbacoa benéfica en su honor, conté que, tras haber perdido el dedo corazón en una cortadora de carne cuando era un adolescente, Rahm había quedado casi mudo.

Las memorias revelan cómo la vida en la Casa Blanca afectó a su esposa Michelle Obama y a sus hijas Malia y Sasha.
Las memorias revelan cómo la vida en la Casa Blanca afectó a su esposa Michelle Obama y a sus hijas Malia y Sasha. | Fuente: Instagram

«Escucha, me halaga que me lo pidas —dijo Rahm cuando contacté con él un mes antes de las elecciones—. Haré lo que haga falta para ayudarte. Pero estoy feliz donde estoy. Mi esposa y mis hijos son felices. Y conozco todo demasiado bien como para creer en esa mierda de una Casa Blanca respetuosa con los tiempos familiares. En todo caso, estoy seguro de que encontrarás a un candidato mejor que yo.»

No pude rebatir a Rahm sobre las dificultades que implicaba aceptar mi oferta. En la Casa Blanca moderna, el jefe de gabinete es el mariscal de campo, el final del embudo por el que deben pasar primero todas las cuestiones dirigidas al presidente. Pocas personas del Gobierno (incluido el presidente) trabajaban más horas o bajo una presión más continua.

Pero Rahm estaba equivocado al decir que tenía mejores opciones. Tras dos agotadores años en campaña,  Plouffe ya me había dicho que no iba a unirse en un primer momento a la Administración, en parte porque su esposa Olivia había tenido un bebé apenas tres días después de las elecciones. Tanto mi jefe de gabinete en el Senado, Peter Rouse, como el antiguo jefe de gabinete de Clinton, John Podesta, que había aceptado dirigir nuestro equipo de transición, se habían apartado de la carrera. Y si bien Axe, Gibbs y Valerie iban a aceptar altos cargos en la Casa Blanca, ninguno reunía la combinación de habilidad y experiencia necesaria para el puesto de jefe de gabinete.

Rahm, en cambio, sabía de política; conocía a los políticos, conocía el Congreso, conocía la Casa Blanca y conocía los mercados financieros tras haber pasado una temporada trabajando en Wall Street. Su descaro e impaciencia no gustaban a algunas personas. Como comprobaría más tarde, su afán por «marcarse unos puntos» a veces le llevaba a prestar más atención al cierre de un acuerdo que a su contenido. Pero con una crisis económica que abordar y ante lo que sospechaba que podía ser un periodo limitado para cumplir con mis objetivos en un Congreso controlado por los demócratas, estaba convencido de que su estilo de martillo pilón era exactamente lo que necesitaba.

Los últimos días antes de las elecciones conseguí convencer a Rahm, apelando a su ego pero también a la honradez y al genuino patriotismo que escondía tras su personaje de chico listo. («¿La mayor crisis que va a tener que afrontar el país durante nuestra vida —le grité— y tú piensas quedarte de brazos cruzados?») Axe y Plouffe, que conocían bien a Rahm y le habían visto en acción, se emocionaron cuando aceptó el puesto. Pero no todos mis seguidores estaban igual de entusiasmados. ¿Acaso Rahm no había apoyado a Hillary?, protestaron algunos. ¿No representaba a esa misma versión calculadora del Partido Demócrata que asistía a Davos, que consentía a Wall Street, aquella facción enfocada en Washington y obsesivamente centrista contra la que nos habíamos presentado? ¿Cómo podía confiar en él?

Todas eran variaciones de una pregunta que se iba a repetir los meses siguientes: ¿qué tipo de presidente quería ser? Había ejecutado una gran maniobra durante la campaña, atrayendo el apoyo de independientes e incluso de algunos republicanos moderados, con la promesa del bipartidismo y el final de las políticas de desmontaje, al mismo tiempo que había retenido el entusiasmo de la izquierda. Y no había conseguido eso diciéndole a distintas personas lo que querían oír sino sosteniendo lo que sentía que era verdad: que para avanzar en políticas progresistas, como una sanidad universal o la reforma de la inmigración, no solo se podía sino que se debía evitar el pensamiento doctrinario, destacar lo que funcionaba y escuchar con respeto lo que opinaba la otra parte.

Los votantes habían apoyado mi mensaje porque sonaba diferente y estaban ávidos de algo diferente; porque nuestra campaña no dependía del respaldo de los grupos de interés habituales y de agentes intermediarios que de otra forma me habrían obligado a una estricta ortodoxia partidista; porque era algo nuevo e imprevisto, un lienzo blanco sobre el que los simpatizantes de todo el espectro ideológico podían proyectar su propio concepto de cambio.

Sin embargo, en cuanto empecé a designar los cargos, comenzaron a notarse las distintas expectativas que había en el seno de mi propia coalición. Al fin y al cabo, cada persona que elegía para un puesto de la Administración traía consigo su propio historial, su rastro documental y su grupo de seguidores y detractores. Al menos para los expertos —los políticos, agentes y reporteros cuyo trabajo consistía en saber predecir el futuro— cada uno de aquellos nombramientos mostraba mis verdaderas intenciones políticas, mi inclinación a la derecha o la izquierda, mi disposición a romper con el pasado o a vender más de lo mismo. La elección de las personas reflejaba la elección de las políticas, y con cada nueva elección, iba creciendo la posibilidad del desencanto.

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