El aislamiento físico al que se vio sometida la población, sumado al pavor y al desconcierto por los efectos inmediatos del virus sobre la salud, fueron dos de los principales detonantes. Pero también contribuyeron los problemas económicos, la desinformación y los rumores (a menudo angustiosos) sobre todo lo que rodea a la covid-19.
Antes de que empezara la pandemia de covid-19, el mundo ya vivía inmerso en una profunda crisis de salud mental. Pese a que al menos la cuarta parte de la población estaba destinada a padecer enfermedades mentales a lo largo de su vida, las autoridades sanitarias no tomaban las medidas proporcionales a la gravedad del asunto. Y la situación generada por el nuevo coronavirus no hizo sino empeorar las cosas.
El aislamiento físico al que se vio sometida la población, sumado al pavor y al desconcierto por los efectos inmediatos del virus sobre la salud, fueron dos de los principales detonantes. Pero también contribuyeron los problemas económicos, la desinformación y los rumores (a menudo angustiosos) sobre todo lo que rodea a la covid-19.
Sin olvidar que exponerse a información contradictoria, poco fiable o centrada únicamente en aspectos negativos de la situación puede llegar a generar problemas de salud mental tales como depresión o ansiedad.
Niños, adolescentes y sanitarios, los más afectados
Los que se han llevado la peor parte de este peaje psíquico de la pandemia han sido los niños y los adolescentes. Sin el entorno estructurado de la escuela, y tras perder las rutinas familiares y la posibilidad de practicar deporte, o incluso de salir con amigos, han sufrido consecuencias adversas más prolongadas e intensas. Los trastornos de la conducta alimentaria y las tentativas de suicidio han sido las estrellas en las franjas de edad adolescentes y juveniles.
Tampoco le ha ido demasiado bien al personal sanitario de primera línea, que entre otras cosas ha sido víctima de la fatiga por compasión. Se trata de una forma de estrés secundaria de la relación de ayuda terapéutica, que se presenta cuando se desborda la capacidad emocional del profesional sanitario para hacer frente al compromiso empático con el sufrimiento del paciente.
Fuera tabúes
La parte positiva de todo esto es que en 2021 hemos hablado tanto de salud mental que se han empezado a desdibujar muchos tabúes. Con la atleta olímpica Simone Biles pusimos sobre la mesa lo vulnerables que somos ante los acontecimientos de la vida. Y con el adiós de la actriz Verónica Forqué, hablamos al fin de suicidio (y de cómo detectarlo antes de que sea tarde) sin pelos en la lengua.
También hemos roto este año con esa especie de pacto tácito de no mencionar la depresión, la enfermedad mental de mayor incidencia a nivel mundial. Además de que parece que al fin empezamos a entender que pedir ayuda profesional si lo necesitamos no nos hace más débiles sino todo lo contrario: es una fortaleza.
Aunque no hemos alcanzado ni de lejos las metas de salud mental fijadas para 2020 por la Organización Mundial de la Salud, esta no pierde la esperanza y nos ha concedido una generosa prórroga. Tenemos hasta 2030 para conseguir que el acceso a una atención de salud mental de calidad sea universal. Ojalá no perdamos la oportunidad de dar este importante paso de una vez por todas y adelantarnos a lo que está por venir, como la ecoansiedad, ese miedo crónico a un colapso medioambiental que los expertos auguran que emergerá en cuanto se suavice la pandemia.
Elena Sanz, Salud y Medicina, The Conversation
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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