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Un cuartel con aventuras prohibidas

Cortes
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El servicio militar voluntario y algunos hechos ocurridos en un cuartelillo de Locumba entre los años 1999-2001.

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El cuartelillo de Chipe, en Tacna, es una fuente de hechos curiosos ocurridos entre los años 1999 y 2001. 

Las personas más informadas del cuartelillo —y de quienes se aprende buenas lecciones— son los civiles. Ellos vieron llegar e irse a varias promociones de militares. Siempre hablan de los comandantes y soldados, de los buenos y de los malos.  

Una vez, un soldado hambriento de fruta, se fue al valle de Cinto para robar duraznos y uvas, pero tuvo la mala suerte de ser descubierto y capturado por los campesinos. Uno de sus amigos lo reconoció y lo ayudó de inmediato a liberarse de la turba. Nunca antes lo habían sorprendido, pero esta vez la suerte lo abandonó. Con lo único que regresó al cuartelillo fue con su cuerpo golpeado; no hubo duraznos ni uvas.

Una tarde, una mujer con caderas perfectas alborotó las hormonas de la tropa con su ingreso sensual por la tranquera… había sido traída para satisfacer las necesidades carnales de los "pinches". Los casi 40 pelados, boleto en mano a precio de 12 soles, formaron una cola en uno de los dormitorios para esperar el debut con la “Charli”. La demora inquietaba, pero había una razón: primero debía complacer al “Semental”, un técnico que recibió el sobrenombre por su habilidad en aventuras con profesoras que se rendían ante su galanteo.

Uno de los ambientes del cuartelillo también acogió a una profesora —que nada tuvo que ver con aventuras seductoras— pero tres meses después de su llegada sufrió el robo de su televisor y su máquina de escribir. Luego de dos semanas, los dos objetos fueron encontrados cerca al río Locumba, estaban envueltos en una frazada de algodón plomo. Esas dos semanas fueron de tortura para la tropa: todos formaban calatos para hacer planchas, ranas, etc. Mientras duraba el castigo, los mosquitos succionaban la sangre de la presa. Nunca se supo quienes fueron los ladrones, pero se sospechó de dos soldados.

El 14 de setiembre del 1999 se celebró la festividad del Señor de Locumba, esa tarde, un sargento arequipeño junto con otros cómplices vendió en la fiesta un cordero cara negra de propiedad del Ejército. La Policía atrapó al sargento en plena transacción y lo encerró en una celda. Al día siguiente —muy temprano— lo regresaron al cuartelillo y lo entregaron a los oficiales. Esa mañana su trasero terminó como la piel de una cebra, con varias rayas marcadas por el “baquetón” que utilizó el técnico “Bigote” para flagelarlo por tamaña osadía.

—Ya no lo voy a volver a hacer mi técnico— lloraba el sargento. La sanción fue contundente; lo hicieron correr calato, lo metieron y sacaron de la ducha varias veces… El castigo duró hasta el mediodía.

Todos los demás “pinches” miraban tímidamente de reojo el rigor del castigo; era una regla, entre la tropa, no mirar el castigo que recibía un superior “antiguo”.

Los “pinches” —incluidos cabos y sargentos— eran hábiles en lo prohibido: se las ingeniaban para  robar semillas de alfalfa de los almacenes agrícolas para vendérselos a los incautos campesinos; también vendían rollos de alambres con púas que no instalaban en los potreros de caballos. El dinero recaudado —entre 20 o 50 soles— servía para los días de permiso durante el fin de semana.

Ya cuando todos habían olvidado lo ocurrido el 14 de setiembre, un día, el técnico “Bigote” se fue con un “pinche” al Fuerte Arica para recoger víveres de la tropa, pero a su regreso —en medio del trayecto— dejó latas de aceite y cinco sacos de harina en la casa de la amante secreta de un oficial; nadie lo sancionó porque nunca se reveló lo ocurrido. El oficial casi le triplicaba la edad a su joven amante. Él era casado pero ante los ojos de su esposa, era un padre hogareño, un esposo leal.

Por las noches, mientras la mayoría dormía, la panadería se convertía en el nido de lujuria para el sargento “Colorado” y una campesina cuarentona. La mesa donde se amasaba la harina servía para muchas otras cosas que nada tenían que ver con panadería. Todos los civiles rumoreaban del romance entre estos dos aventureros, pero el “Colorado” se las ingeniaba para burlar la seguridad y no ser descubierto en el acto. 

En junio del año 2000 comenzó a llegar el segundo grupo de jóvenes voluntarios que en adelante fueron llamados “perros”, “lacras” o “pinches”. Aquí todos, pero todos eran bautizados con “chaplines”.

Una madrugada, un suboficial despertó al soldado “Ojitos” y le ordenó llenar un saco blanco de 50 kilos con buena cantidad de víveres de la Proveeduría. Todo salió bien; luego lo despachó en un ómnibus hacia Tacna. “Ojitos” negoció sus 15 días de vacaciones con su silencio. 

La servidumbre de a algunos “pinches” era muy conocido: podían atender labores personales de los oficiales dentro y fuera del cuartelillo, pintaban casas, cocinaban, limpiaban pisos… hasta construían sus viviendas. Todo con la venia del jefe de la unidad.

Algunos cansados de la masacre escaparon, desertaron, huyeron de la servidumbre, pero con el peso arrastraban su requisitoria hasta ser capturados y enviados al calabozo de la Policía Militar. Uno de ellos fue el pinche “Alicate”: desertó en 1998 y lo encontraron en el año 2000. Se la pasó amargado y humillado como una “lacra” hasta el último día de su servicio.

A fines del año 2000, las cosas comenzaron a cambiar con la llegada de un nuevo oficial. La tropa seguía dedicándose a labores agrícolas, pero recibía su “rancho” mejorado con leche y fruta, pero las propinas seguían siendo miserables: de 48 soles a 52 dos soles por cada mes.

Por Edgar Romero | @romerotac

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