Es todo un símbolo que el alcalde de Lima haya convertido la Plaza de toros de Acho en un lugar de acogida para personas sin hogar durante la cuarentena por la COVID-19. Se trata de una vieja construcción, con más de 250 años de historia, que se pone al servicio de la vida.
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Desde el comienzo de la crisis sanitaria y la imposición del Estado de Emergencia hemos insistido en la necesidad de mantener la unidad en torno a los objetivos fijados por el gobierno. Pese a las medidas adoptadas previsoramente, todavía no hemos logrado que la curva de contagios comience a bajar, lo que nos permitiría avizorar un levantamiento progresivo del confinamiento en que vivimos.
Se han hecho esfuerzos para habilitar nuevos espacios hospitalarios, como en Ate y Villa El Salvador. Y para comprar en el mercado internacional los dispositivos usados en los dos tipos de test de despistaje vigentes. Uno molecular, a partir de la saliva, seguro, caro y lento. Otro serológico, a partir de la sangre, semejante al del embarazo, más rápido, menos caro y con más margen de error.
La población, en su inmensa mayoría ha venido colaborando, con el sacrificio de sus actividades productivas, escolares y recreativas. Las fuerzas del orden son aplaudidas cada noche a las ocho, porque sabemos lo difícil que es hacer respetar restricciones que no le gustan a nadie, pero que son necesarias para todos.
El presidente Vizcarra ha citado el caso de Apurímac, región que no reportaba la presencia del coronavirus, hasta que un conductor irresponsable llegó indebidamente e inició una cadena de contagios que ahora puede extenderse a niños, mujeres embarazadas y ancianos. Por duro que sea para la vida de las familias y para las empresas, el confinamiento es la única manera de responder a una amenaza sanitaria para la que no existen, por ahora, ni vacunas ni medicamentos seguros.
En este clima de expectativa y tensión ha estallado una polémica inoportuna, alimentada por políticos en busca de notoriedad y de personalidades proclives a señalar culpables. Múltiples voces se elevan contra el sistema privado de pensiones, las AFPs. El mismo mecanismo mental de canalización de la tensión a un supuesto enemigo de la comunidad suele producirse en todas las pandemias.
En algunos casos, con resultados nefastos. Alguien tiene que ser acusado para que su sacrificio ritual apacigüe los ánimos. Ceder a esa tendencia tan antigua como el Antiguo Testamento tiene dos consecuencias perniciosas: distrae la energía de la lucha sanitaria y económica, precipita decisiones sobre un tema que puede tener repercusiones negativas para nuestra economía y para los propios afiliados a los fondos privados.
El gobierno ha adoptado medidas prudentes para que una parte de los fondos destinados a ser pensiones se pongan a la disposición de personas necesitadas. Y se ha comprometido a que cuando salgamos de la crisis se haga una reforma integral de las jubilaciones públicas y privadas. Vizcarra no se ha privado de señalar que las AFPs “han abusado de sus afiliados, creando un sistema con muchas falencias”.
Pero algunas bancadas parlamentarias quieren precipitar las decisiones, contradiciendo el viejo proverbio: “No cambies nunca de caballo mientras estés cruzando el río”. El presidente Merino y los líderes de las bancadas están ante una prueba de fuego: ceder a la facilidad o ponerse a la altura del esfuerzo hecho durante veinte años para consolidar nuestra solidez macro-económica. La decisión que tomen repercutirá inevitablemente en la imagen internacional de nuestro país y en el margen de acción fiscal para resolver la crisis que sí es urgente: la del coronavirus.
Mucho más estimulante es valorar el trabajo de autoridades locales y regionales que se esfuerzan en cumplir lo que es la esencia de su mandato: mejorar las condiciones de vida de los peruanos. Es todo un símbolo que el alcalde de Lima haya convertido la Plaza de toros de Acho en un lugar de acogida para personas sin recursos y en muchos casos sin domicilio.
Hemos visto experiencias semejantes en el Parque Central de Nueva York, en el Palacio del Hielo de Madrid y en numerosos estadios de fútbol. Pero en este caso, se trata de una vieja construcción, con más de 250 años de historia, que se pone al servicio de la vida. Nada corresponde más con las necesidades de la hora que el nombre con que ha sido bautizada: Casa de todos.
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