La Oxfam, confederación internacional de 19 organizaciones en lucha contra la pobreza, publicó esta semana la investigación: “Brechas latentes: índice de avance contra la desigualdad en el Perú 2017-2018”. Algunos de sus principales hallazgos señalan que quienes más ganan en el Perú tributan porcentualmente menos que los sectores de bajos ingresos, que el gasto en programas sociales ha disminuido en el período, que la informalidad se ha incrementado y que el ingreso promedio de una mujer equivale a la tercera parte del que recibe un varón.
A esos datos se podría seguramente sumar algunos menos visibles sobre discriminación racial, marginación de orden cultural o lingüística, violencia familiar, afectaciones medioambientales o falta de acceso a la justicia, entre otros. Todos ellos confirmarían que, pese a los esfuerzos desplegados,aún somos un país estructuralmente desigual e injusto. Es verdad que, según el Banco Mundial, se han producido mejoras en las últimas dos décadas en el Índice Gini en el Perú, que mide la desigualdad al interior de las naciones. Ello, sin embargo, no parece suficiente para asegurar la ansiada equidad.
Con frecuencia nos ocupamos en esta columna del sistema de administración de justicia, que debe velar por relaciones simétricas entre las personas, en las que a cada prestación corresponde una contraprestación equivalente. Esa es la justicia conmutativa que ya insinuaba Aristóteles y que desarrolló más adelante Tomás de Aquino. Pero otra dimensión relevante del concepto es la justicia distributiva, que no se resuelve ordinariamente en los tribunales, sino en el debate público y en la acción política. Las injusticias de carácter distributivo, como las que nos ha recordado el informe de Oxfam, no pueden procesarse todavía a través de recursos conducentes a una sentencia. Si no son afrontadas por los actores económicos y sociales, entonces subsisten en el tiempo, se acrecientan y se reproducen por generaciones.
La situación de pobreza y exclusión de amplios sectores de la población no es sin embargo solo un problema de honda dimensión humana. Hoy constituye también un desafío jurídico, para la observancia de los denominados derechos económicos, sociales y culturales. Estos, a diferencia de los derechos individuales consagrados en los ordenamientos internos, aguardan todavía mecanismos para salvaguardar su plena observancia.
El Protocolo de San Salvador de 1988, suscrito por los Estados partes en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, "Pacto de San José de Costa Rica", anticipó un marco para ejercitar su defensa y propició el desarrollo de indicadores para la verificación de los avances en torno de su vigencia.Pero no es suficiente. Un desafío para la sociedad de nuestro tiempo es el establecimiento de las vías y los mecanismos para la exigibilidad de esos derechos, de la misma forma que hoy se procesan los de carácter civil y político. El debate público sobre la pobreza y la desigualdad es una forma de aproximarnos a esa meta.
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