Cambio climático, comida chatarra, marketing agresivo de los fabricantes de tabaco, alcohol y golosinas, sometimiento a horas de pantallas que dañan el cerebro y el comportamiento infantiles, escasez de contacto con la naturaleza y con su silencio interior, polución atmosférica, envenenamiento de la tierra, el agua y el aire… Todos los avances de las últimas décadas en cuanto a salud y educación están en peligro de retroceder ante los problemas globales que afectan hoy prioritariamente a los infantes, niñas y niños, y adolescentes. Es la conclusión preocupada de un nuevo estudio publicado este mes de febrero en la muy seria revista médica The Lancet, cuyo título pregunta: “¿Un futuro para los niños del mundo?”.
“Los gobiernos deben utilizar coaliciones en todos los sectores para superar las presiones ecológicas y comerciales, con el fin de garantizar que los niños reciban sus derechos, puedan ejercerlos y tengan un planeta habitable en los años venideros”, afirman los autores del estudio. La originalidad de su investigación descansa en un enfoque transdisciplinario que mide la capacidad de “florecimiento” de los niños y niñas, cruzando datos de salud, nutrición, educación, derechos, protección, trato. Este mismo indicador complejo es cruzado con las emisiones de carbono por habitante por país y su capacidad de alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030, los famosos ODS que todos los países firmaron en la ONU, pero que pocos cumplen.
Sin sorpresa, son los países europeos ricos, así como Corea del Sur y Japón, los que ocupan los primeros puestos cuando se trata de ofrecer posibilidad de florecimiento libre y sano a las niñas y niños. Ser escuchada, bien tratado, saludable, protegida y educado es lo que puede esperar razonablemente de la vida una niña noruega o un niño holandés. Nótese que Estados Unidos, primera potencia militar y económica mundial, pero radicalmente liberal y desigual, nunca alcanza buenos resultados en estos ejercicios de buen trato y bienestar, y se coloca detrás de Arabia Saudita o Polonia, solo cuatro puestos antes de China y siete antes de Cuba, primer país latinoamericano en la clasificación seguido por Chile y Uruguay.
Pero todo cambia cuando se pasa del indicador de florecimiento infantil al de sostenibilidad, emisiones de CO2 y excesos de emisiones en relación con los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030. Estados Unidos cae ya casi al final de los 180 países, junto con Arabia Saudita, Kazajistán o Luxemburgo. Noruega y Holanda se hunden también entre los últimos, mientras que Burundi, Chad y Somalia, que eran los últimos, ocupan ahora el podio ganador. ¡Los países más pobres son también los que menos afectan al planeta, entonces los que más cuidan el futuro de nuestros hijos! Pero obviamente, la situación de los infantes y jóvenes en dichos países es dramática: Por ser pobres, cuidan el futuro de nuestros hijos, pero no pueden cuidar el presente de sus propios hijos.
Según el estudio, solo nueve países pueden pretender a la vez alcanzar los objetivos de reducción de las emisiones de CO2 fijados para 2030 por la ONU y situarse entre los 70 primeros puestos en cuanto a bienestar, protección y florecimiento infantil: Albania, Armenia, Granada, Jordania, Moldavia, Sri Lanka, Túnez, Uruguay y Vietnam. Esto es bastante sorprendente. Pero no es nada más que una puesta en evidencia, desde las ciencias sociales, de la insostenibilidad del desarrollo actual. Insostenible significa a la vez absurdo, indefendible, insoportable, injusto, derrochador, desequilibrado y rápidamente perecedero.
Los países ricos, dotados de política social de equidad e inclusión (salvo los países ultra liberales) han logrado hasta ahora dar buenas condiciones de vida a su joven generación, pero lo han hecho a costa de una presión descomunal sobre el medioambiente, lo que socava la misma base de bienestar alcanzado para sus propios hijos y todos los demás. Noruega, país “modelo” en educación y desarrollo humano, emite 210% de CO2 demás que su objetivo para el 2030. Ni modo.
Por otro lado, los países pobres, excolonias de estos países ricos, tienen muchas dificultades para alcanzar buenos niveles de desarrollo humano, y sus esfuerzos se verán cada vez más decepcionados por los trastornos ecológicos masivos que ya se están dando, y a los cuales los países pobres contribuyen mucho menos, pero cada vez más cuando “alcanzan mejores niveles de desarrollo”, como es el caso de América Latina.
Mientras tanto, sigue imperando la ilusión de que el “desarrollo” es igual al crecimiento económico del PIB, y que depende de una libertad desregulada de los grandes operadores del mercado mundial. Así, no importa nada sino producir y consumir cada vez más cualquier cosa, con tal que dé dinero y empleo, maximizando los beneficios y minimizando los costes, el bienestar llegando mágicamente por añadidura.
Claro está que una decencia económica es absolutamente necesaria al bienestar. Como decía el escritor francés Jules Renard : “si el dinero no da la felicidad, ¡devuélvanlo!” Pero cualquier bonanza se torna venenosa cuando no es limitada y empieza a trastornar equilibrios psicológicos, sociales y ambientales. Hoy, está claro que la sociedad de consumo a ultranza daña la salud, el comportamiento, la inteligencia (individual y colectiva) y la seguridad de las niñas y niños. El pediatra Anthony Costello, uno de los expertos del informe OMS-UNICEF, alerta: “los niños de ciertos países miran hasta 30,000 publicidades en la televisión en un solo año, mientras que la exposición de los jóvenes a los comerciales sobre cigarros electrónicos ha aumentado de más de 250% en dos años en Estados Unidos, tocando más de 24 millones de jóvenes”.
El mismo pediatra advierte: “Nuestro nuevo indicador muestra que ningún país ha obtenido buenos resultados a la vez para el desarrollo infantil y para las tasas de emisiones de carbono”. Conclusión: el buen modelo, que conjugue florecimiento humano y florecimiento ambiental, el anhelado sistema ecológico político justo y sostenible, está por inventarse. Ni la derecha, ni la izquierda, ni el centro han podido imaginarlo hasta ahora.
Este fracaso político se reencuentra a nivel del mercado. Es imposible esperar que la industria se autorregule en cuanto a la invasión de las mentes infantiles para el consumo compulsivo, mientras la sobrevivencia de cada empresa dependa de que venda más y más rápido que la competencia. Por eso los científicos del informe piden una mayor regulación de la comercialización del tabaco, el alcohol, las leches de fórmula para bebés, las bebidas azucaradas, los juegos de azar para niños, así como las compañías de redes sociales que se dirigen a los niños a través de algoritmos secretos y uso indebido de sus datos personales.
Por supuesto que la palabra “regulación” hace inmediatamente gritar a los grandes empresarios, que se precipitan para financiar la campaña del candidato populista que les asegurará que todos estos estudios científicos no son más que “fake news” alarmistas, y que él defenderá los valores de la nación, la familia y la plata. El círculo vicioso de la insostenibilidad se cierra con las tendencias convergentes del empresariado monopólico darwiniano, el populismo político electoralista, los medios viviendo principalmente de la publicidad, las tecno-ciencias híper-especializadas al servicio del mercado más que de los humanos, las compulsiones azucaradas y erotizadas del consumo, los algoritmos perversos en manos de egresados exitosos de MBA, las universidades dedicadas a certificar la acumulación de créditos académicos, la obnubilación de muchos moralistas y religiosos sectarios ante la fiscalización del comportamiento íntimo de uno en lugar de la inteligencia colectiva, los ojos exorbitados de los jugadores en línea llenos de dopamina por hazañas ficticias, y un largo etcétera acelerador.
Mientras escribo estas líneas, tan desprovisto de solución como tú, cae un artículo de la BBC alertando que algunas leches de fórmulas para bebés tienen el doble de azúcar por ración que un vaso de gaseosa industrial; muere una especie de batracio y cien agricultores por cáncer debido a los químicos agrícolas; desaparecen diez mil hectáreas de bosque; huyen miles de sus pueblos vueltos inviables; niñas son vendidas por sus padres para comer y obreras son acosadas mientras fabrican mi futuro pantalón. El planeta humano, tan pequeño para la instantaneidad de las “comunicaciones globales” que nos aíslan codo a codo, se vuelve inmenso e inabarcable en cuanto a los impactos sistémicos de nuestras acciones colectivas operadas a ciegas. El coronavirus lleva la corona de nuestra ansiedad.
Una cosa es segura, estos nuevos indicadores transdisciplinarios complejos son imprescindibles para echar luces inteligentes sobre lo que nos está realmente pasando, por lo que hay que leer y celebrar este informe OMS-UNICEF. Otra cosa segura es que esta inteligencia nueva debe ilustrar la toma de decisión colectiva, empezando por la educación superior y las políticas públicas.
Para asegurar un futuro floreciente a nuestras hijas e hijos, ¿será que debemos tener fe en el superhéroe tecno-ciencia? ¿O debemos recordar la Confederación de las 6 naciones iroquesas que poblaban hace siglos el ahora Estado de Nueva York, y cuya Ley común estipulaba que ninguna decisión política podía ser tomada si sus consecuencias eran susceptibles de afectar los intereses de la séptima generación de niños por nacer? Los frenéticos traders de la Bolsa de Nueva York parecen haber olvidado la sabiduría de los que descansan en la tierra bajo sus pies. Escuchemos a la Tierra.
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