Todos los días nos llegan noticias y novedades sobre los algoritmos. Gracias a ellos, hoy se puede predecir el comportamiento del tráfico, recrear un rostro humano con tan solo la descripción de pocos rasgos faciales, traducir un texto en tiempo real o predecir un ataque al corazón. Estos avances nos fascinan, pues son una expresión definida y cercana de los logros de la computación. Si antes los cálculos y las fórmulas pertenecían solamente al mundo abstracto de las matemáticas, actualmente los algoritmos despliegan todas sus habilidades y destrezas ante nosotros. Sin embargo, este asombro no deja de estar acompañado de cierto temor, pues pareciera que las máquinas están ganando cada vez mayor dominio y control sobre la vida cotidiana contemporánea.
En su Diccionario de Filosofía (2001), Mario Bunge define los algoritmos como procedimientos computacionales (esto es, “mecánicos”) infalibles, tales como el método para extraer raíces cuadradas: “los algoritmos son reglas precisas y efectivas para manejar los símbolos y resolver problemas bien planteados de un tipo restringido”. Los programadores de las redes sociales han entendido muy bien el concepto y han elaborado algoritmos para satisfacer nuestros anhelos y expectativas. Si nos gustan los elefantes de porcelana en miniatura, Facebook e Instagram empezarán a enviarnos información sobre los lugares en los que podremos encontrarlos; si nos gustan las motocicletas, Google Maps nos avisará sobre las tiendas de Honda y Kawasaki más cercanas que se encuentren en nuestro camino.
Esta gran capacidad de los algoritmos ha hecho creer que las computadoras pueden pensar cualquier cosa que piensen los humanos. No obstante, el filósofo argentino afirma que esto es falso, pues procesos mentales como la percepción, la identificación, la comparación, la evaluación o la invención no son fruto de un cálculo sino de la creatividad. El conocimiento humano avanza por medio de hipótesis que a veces se comprueban y a veces no, pero hipótesis que sobre todo se distinguen por su originalidad. No así con el algoritmo, que no puede producir una idea o un objeto nuevo porque ha sido diseñado para que especifique exactamente y de antemano cada etapa del proceso para el que estaba programado. “Solo unos pocos objetos artificiales pueden estar subordinados a algoritmos: la naturaleza y la sociedad no son algorítmicas”, señala Bunge.
Aunque cada día los algoritmos ganen más adeptos, no creemos necesaria la alarma alrededor de sus avances. En tanto que podamos pensar y proponer hipótesis, existirá la posibilidad de crear mundos mejores. Esto es, mundos que sean fruto de la libertad y no fruto de un conjunto de cálculos y diseños.
Comparte esta noticia