Ocurre todos los días: un grave accidente o el descubrimiento de una condición terminal, que súbitamente acercan a la persona hacia la puerta de la muerte. O simplemente el envejecimiento nos cobra la factura a través de un lento, irreversible y penoso proceso de deterioro físico y mental. Aunque la muerte es un dato de la realidad -a todos nos tocará, tarde o temprano- casi nadie la anhela, y menos aun cuando esta se asoma abrupta y dolorosamente.
Cualquiera de esos supuestos plantea complejos dilemas. Las normas legales y éticas están formuladas para proteger la vida, jamás para procurar la muerte (salvo la inaplicada disposición del art. 140º de la Constitución peruana actual, sobre pena de muerte). La dignidad de la persona es el precepto máximo de todo orden legal y moral contemporáneo. La Constitución de 1993, repitiendo lo preceptuado en su antecesora de 1979, enuncia: “La defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”. Diversas otras normas constitucionales y legales refuerzan tal convicción. Pero, ¿qué ocurre cuando la persona se ve empujada hacia el umbral de la muerte, sin posibilidad de retroceso, y en tal proceso se deteriora sustancialmente su calidad de vida y se difumina su voluntad de seguir existiendo? ¿Qué sentido encierra el atributo de dignidad humana cuando la existencia está reducida a dolencias y padecimientos irremediables, y cuando la voluntad personal solamente aspira ya al cese de los sufrimientos, que la medicina es incapaz de paliar, y de la artificiosa prolongación de la vida?
Si la muerte no es sino la continuación natural de la vida, ¿no merece este tránsito entre una y otra situación estar dotado también del reconocimiento de la dignidad personal, ya no como enunciado declarativo sino como atributo de un conjunto de derechos? ¿O es que, contrariamente, a los pacientes terminales debe condenárseles a soportar inmensos sufrimientos, al creciente deterioro en su calidad de vida, y a la imposición de una indeseada y fútil sobrevivencia?
El ordenamiento jurídico peruano no reconoce la existencia de un derecho a la muerte digna, como sí está considerado en las legislaciones de muchísimos países de incuestionable trayectoria democrática y humanista. Por el contrario, el art. 112º del Código Penal peruano sanciona la asistencia para morir a pacientes terminales: “El que por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores, será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de tres años”. ¿Cómo justificar la legalización de la crueldad y su elevación a categoría supuestamente moral, y de la denegación de la dignidad de quien ineludiblemente está por morir?
Es hora ya que el Perú modifique su legislación para reconocer el derecho a una muerte digna como un derecho humano aplicable en circunstancias muy excepcionales. Esta es una cuestión de extrema complejidad ética y legal. Tanto para los médicos tratantes, como para los centros hospitalarios y los familiares del paciente, concurren una gran variedad de motivaciones éticas e incentivos, muchas veces contradictorios entre sí, ante casos de enfermos terminales. Los médicos y los centros hospitalarios enfrentan como primera obligación la de preservar la vida, pero también pueden verse estimulados por objetivos de lucro para aplicar tratamientos ya superfluos. Los familiares suelen verse impulsados por convicciones éticas y móviles afectivos a tratar de preservar la vida de su ser querido, aun aferrándose irracionalmente a una inexistente esperanza de sobrevivencia; pero también pueden verse incentivados, sea por afanes lucrativos inherentes a sus expectativas hereditarias, o por el intento de reducir costos, hacia procurar el desenlace pronto a través de la muerte. ¿Cómo encontrar una solución ética y legalmente aceptable, que afirme la dignidad personal de quien está por morir, y evite a la vez situaciones abusivas?
El derecho a una muerte digna debe comportar, en circunstancias muy excepcionales, la atribución del paciente -expresada de modo plenamente consciente y expreso- frente a una situación de salud terminal que comporte un gravísimo e irrecuperable deterioro de la calidad de vida, o ante un cuadro de agotamiento existencial en edad avanzada, para decidir sobre la discontinuación de los tratamientos médicos y para poner fin a su existencia. Para tal efecto, la ley podría exigir que la condición del paciente sea certificada por tres médicos como requisito para ser elegible ante el ejercicio del derecho a una muerte digna.
De otro lado, debiera establecerse un marco legal que regule la atribución que toda persona debiera tener para establecer anticipadamente el tipo de tratamiento médico que desearía recibir cuando enfrente una situación de salud terminal. Esta es práctica común en muchos países, y frecuentemente existen formatos preestablecidos para declarar formal y anticipadamente la voluntad personal en previsión de tan sensible eventualidad. ¿Quimioterapia? ¿Radioterapia? ¿Cirugías? ¿Métodos intensos de resucitación que puedan causar fracturas de costillas? ¿Cuántos intentos de resucitación? Esas son algunas de las muchas preguntas que todos debiéramos tener derecho a dejar respondidas por anticipado, y que no debieran quedar libradas a la voluntad de los médicos o de los familiares, quienes -como ya hemos expresado- pueden enfrentar una gran variedad y de motivaciones éticas e incentivos, muchas veces contradictorias entre sí.
Nadie debiera quedar condenado a que los demás pretendan cumplir el papel de Dios con nuestra propia salud, bienestar y hasta existencia, cuando la luz de la vida empieza a apagársenos.
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