La historia de la humanidad es una sucesión de avances y de retrocesos, de corsi e ricorsi, a decir de Gianbattista Vico. Coincidiendo con el cambio de milenio, hemos ingresado a una época de transición global, en la que el eje geopolítico del mundo se viene desplazando sustancialmente hacia el Oriente, y en la que las fuentes de poder se están diversificando. El orden internacional de la posguerra, que tuvo a las Naciones Unidas como su expresión institucional más acabada, no alcanzó a cumplir plenamente sus promesas de paz y humanitarismo, y no ha sido capaz de irse adecuando a las cambiantes realidades del entorno mundial, por lo cual su eficacia y vigencia están ahora siendo seriamente cuestionadas.
Desde otro ángulo del poliedro geopolítico, podemos vislumbrar la situación actual como una era de policrisis global, apelando al concepto acuñado en 1993 por Edgar Morin, quien enfatizó la naturaleza interrelacionada de variadas crisis y la necesidad de abordarlas de modo sistémico, es decir considerando sus múltiples sinergias. Esta policrisis global contemporánea encuentra acentuada expresión en lo referente a la regresión en el respeto de los valores y normas de la gobernanza planetaria, y de la convivencia precedida por una ética humanitaria compartida.
Atravesamos, pues, un momento histórico de muchas incertidumbres y creciente conflictividad, en el que variados paradigmas tradicionales están siendo cuestionados o hasta están perdiendo vigencia. Ante tal escenario empiezan a vislumbrarse conductas de potencias globales que reflejan el resurgimiento de ambiciones imperiales y el reclamo de primacía geopolítica dentro de lo que ellas mismas definen como sus zonas de influencia. Estamos entrando pues a un cierto retorno, bajo perfil y contenido distinto, del viejo orden imperial. Esto tiene graves implicancias para la gobernanza y la convivencia globales, y tiende a augurar una nueva era de constantes confrontaciones militares.
Repasemos la historia reciente. Hasta comienzos del siglo XX, el perfil geopolítico del mundo era uno de carácter multipolar dominado por los imperios europeos. Coincidiendo con la Primera Guerra Mundial, desaparecieron cuatro imperios: el ruso en 1917, los alemán y austrohúngaro en 1918, seguido por el otomano en 1922. La multipolaridad significaba alianzas en constante cambio y, por lo tanto, inestabilidad: Las guerras entre grandes potencias estallaban constantemente, más de una vez por década desde 1500 hasta 1945. La Segunda Guerra Mundial acabó con la multipolaridad y provocó la caída de los grandes imperios coloniales europeos de ultramar: siendo los más famosos y poderosos el británico y el francés; pero también los imperios holandés, belga, portugués y japonés. Europa comenzó la transición de imperios a Estados-nación, aunque se puede argumentar que la Unión Soviética fue una continuación moderna del imperio ruso.

Después de la Segunda Guerra Mundial en 1945, con la desaparición de los imperios tradicionales, la situación cambió drásticamente, marcando el comienzo de un mundo bipolar hegemonizado por Estados Unidos y la Unión Soviética. Durante más de cuarenta años, hasta el final de la década de 1980, todo lo que sucedía en cualquier lugar del planeta se enmarcaba en el paradigma de la Guerra Fría. Poderosos ejércitos se enfrentaban a través de la infame Cortina de Hierro. Moscú y Washington libraban guerras en la periferia de sus imperios a través de intermediarios, evitando cuidadosamente la confrontación directa. Si bien existían reglas en esta versión del siglo XX del Gran Juego, y la dinámica del escenario mundial tenía niveles relativos de predictibilidad, siempre existía el peligro de que la situación se descontrolara; un ejemplo claro fue la crisis de los misiles de Cuba en 1962. La bipolaridad terminó tan repentinamente como surgió, con la caída del Muro de Berlín en 1990.
Pero el actual progresivo retorno a la geopolítica imperial no es una mera repetición de lo acontecido precedentemente. Los imperios del mundo contemporáneo difieren en muchos aspectos de sus predecesores. La anexión abierta de territorio es poco frecuente -aunque viene ocurriendo en la agresión de Rusia contra Ucrania, y en los afanes de expansionismo marítimo en el Mar del Sur de China- pero otras dimensiones han cobrado mayor relevancia: el apalancamiento económico, las bases militares, el control tecnológico, las exportaciones culturales y la construcción de redes de dependencia.
El motor más importante de la dinámica imperial contemporánea es el poder económico y tecnológico, y ésta involucra también el protagonismo de conglomerados tecnológicos privados con capacidad de proyección global. El auge de la "diplomacia de la trampa de la deuda", a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI) de China, ha consolidado a ésta como un actor central en el desarrollo y la construcción de infraestructuras en docenas de países, especialmente en Asia, África y Europa del Este. Mediante préstamos e inversiones, China ha tejido una red de dependencias y poder político que evoca los fundamentos económicos de los sistemas imperialistas históricos. De igual manera, Estados Unidos -mediante las primacías globales de su moneda, de las instituciones financieras y de las corporaciones multinacionales- ejerce una forma de imperialismo económico. El poder autoasignado de imponer sanciones a otros Estados, de controlar el acceso a la tecnología y de moldear las reglas del comercio internacional, sigue siendo una herramienta singularmente poderosa, que garantiza que la influencia estadounidense se extienda a la gobernanza y las políticas económicas de los Estados de todo el mundo.
La batalla por la supremacía en las tecnologías emergentes (inteligencia artificial, computación cuántica, 5G y biotecnología) se ha convertido en una nueva frontera para la rivalidad imperial. Las naciones que establecen estándares tecnológicos globales y controlan las plataformas de la vida digital moldean el comportamiento, las economías e incluso los sistemas políticos de otros. La exportación de tecnologías de vigilancia, algoritmos de redes sociales e infraestructuras de datos añade una capa adicional al paradigma imperial.
Al lado de ello sobreviven las más tradicionales expresiones militares y culturales de dominio imperial, pero permeadas por las enormes mutaciones generadas por los desarrollos tecnológicos recientes, como lo evidencian el protagonismo que han adquirido los drones y otros tipos armamentos de operación remota o autónoma dentro de los escenarios de conflictos armados, y las redes sociales como vehículos de propagación cultural.
El resurgimiento de las ambiciones imperialistas no está exento de resistencia. Las reacciones nacionalistas, los movimientos populistas y las demandas de soberanía dificultan algo los esfuerzos de los proyectos imperiales. Mientras tanto, el legado del colonialismo —explotación, desigualdad y erradicación cultural— sigue siendo motivo de queja y escepticismo en muchas regiones. La comunidad global es plenamente consciente de los costos de la dominación imperial, y se acrecientan las presiones por forjar nuevas respuestas de contención desde la multipolaridad y de mejores formas de gobernanza global.
Las mismas tecnologías que facilitan el alcance imperial también potencian la resistencia. Las redes sociales amplifican las voces alternativas y posibilitan el activismo transnacional. Los empeños por lograr mayores capacidades para la ciberguerra, la disociación económica y la autosuficiencia tecnológica, son respuestas de los Estados más débiles para afirmar su autonomía y contrarrestar las ambiciones de las grandes potencias.
A los ciudadanos del mundo nos toca contestar la regresión hacia un escenario global hegemonizado por los neoimperialismos, reclamando nuestra legítima autoridad como fuentes de soberanía y titulares de una dignidad que no es negociable. Tenemos ante nosotros la tarea y el deber de legar a las futuras generaciones un mundo más vivible, pacífico, solidario y sostenible. No podemos claudicar ante ese mandato de la Historia.
Comparte esta noticia