En un mundo globalizado, ya desde hace décadas nada es exclusivamente local ni está circunscrito únicamente a las fronteras nacionales. Esto es aún más evidente cuando se trata de un acontecimiento formalmente nacional, pero de gran y diverso impacto global, como lo es el de las elecciones generales en la superpotencia de los Estados Unidos.
Este evento electoral capta además la atención de todos, urbi et orbi, dada la singularidad del personaje de Donald Trump, presidente estadounidense que pretende la reelección, dados su contrahecho perfil psicológico, sus evidentes limitaciones cognitivas y sus postulados xenófobos, pero también su incuestionable habilidad para captar la adhesión y electrizar a alrededor de un tercio de la ciudadanía de su país. Expresado de otro modo, durante estos cuatro años bajo el gobierno de Trump, nada ha sido normal en los Estados Unidos y en sus proyecciones hacia el resto del mundo; y la pregunta que fluye de las ánforas electorales estadounidenses es si la anormalidad continuará, o si la racionalidad recuperará terreno.
A lo largo de la historia, la relación entre Estados Unidos y Latinoamérica ha atravesado etapas muy diversas y registra variadas tonalidades. En el caso del gobierno de Donald Trump, las relaciones de su país con América Latina han estado signadas por una mezcla de indiferencia, de incompetencia, y hasta de cierto desprecio, a lo que no ha sido ajeno el acento racista con el cual él impregnó su discurso y sus políticas migratorias.
Salvo casos puntuales, América Latina no ha concitado de modo significativo la limitada capacidad de atención del presidente Trump durante estos casi cuatro años de su gestión gubernamental. Entre las pocas excepciones a ese desinterés destacan las relaciones con el vecino México, que naturalmente tiene un peso específico propio y singular; la crisis política y humanitaria de Venezuela; la reversión del acercamiento con Cuba iniciada durante la gestión del presidente Obama; y, la amenaza de imposición de mayores tarifas arancelarias y restricciones cuantitativas a la importación de acero y aluminio del Brasil y de la Argentina. Como estos mismos ejemplos lo demuestran, cuando los asuntos de América Latina sí lograron captar la atención del presidente Trump, las acciones de su gobierno han sido incoherentes y hasta contraproducentes. La evidencia más nítida de ello la constituye el caso del régimen autoritario y corrupto de Venezuela, que ahora está mucho más firmemente aferrado al poder que hace cuatro años, cuando Donald Trump asumió la presidencia estadounidense; y este resultado se debe en mucho a la desastrosa gestión política de este.
Mención especial merece la designación de Mauricio Claver-Carone, el candidato de los Estados Unidos, como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), con el apoyo de solamente 30 de los 48 gobernadores de esa entidad, pues ha implicado la ruptura de un pacto implícito y vigente durante seis décadas, según el cual la presidencia del banco debía recaer en un latinoamericano. En esto, el gobierno de Trump ha dejado una impronta de desprecio hacia sus vecinos del Sur, impregnando de sinsabor a las relaciones interamericanas.
Tampoco puede olvidarse que, rompiendo la tradición de asistencia de los jefes de gobierno estadounidenses a las reuniones de la Cumbre de las Américas, el presidente Trump canceló intempestivamente su participación en la octava edición de este encuentro, que se realizó en Lima, en abril de 2018. Esto significa que él, en contraste con sus antecesores, jamás ha estado reunido con el conjunto de presidentes latinoamericanos.
Haciendo sumas y restas, el balance de estos últimos cuatro años es buena noticia, pues hubiese resultado muy problemático para nuestra región haber tenido más cabida dentro del enrevesado radar político de Donald Trump. Aunque es cierto también que, en un mundo ideal, la relación de Estados Unidos con América Latina podría ser mucho más productiva y beneficiosa para ambas partes.
Si Trump fuese reelegido, las relaciones interamericanas continuarían siendo más de lo mismo que él ha exhibido durante su primer periodo gubernamental. Pero, si el candidato demócrata Joseph Biden fuese elegido presidente, como es muy probable que ocurra, ¿cambiarán de modo sustancial las relaciones interamericanas? Esta pregunta requiere de diversas cualificaciones y es aún muy temprano para formular vaticinios definitivos, pero pueden vislumbrarse tentativamente algunas tendencias y acaso pocas certezas. Además, la actual coyuntura de la COVID-19 constituye un factor de sustancial disrupción también en la esfera de las relaciones internacionales, cuyas secuelas sanitarias y económicas seguirán prolongándose en el tiempo aún luego de conjurarse la pandemia
Previsiblemente, un gobierno de Joseph Biden pondría convicción y énfasis en el complejo tema de la promoción global de la democracia. Esto tiene un valor particular en el contexto de los cambios de gobiernos y de signos políticos en algunos países de la región, y del proceso constituyente que se inicia en Chile. Sin claudicar de sus principios, puede suponerse que el presidente Biden retomaría el curso de cauto acercamiento con Cuba iniciado durante el régimen de Obama. Acaso esta actitud menos beligerante contribuiría también a crear algunas posibilidades de una solución negociada al drama político y humanitario de Venezuela.
Bajo la presidencia de Biden, la política migratoria estadounidense sí registraría cambios sustanciales, desprendiéndose del sesgo racista que Trump le imprimió. Se realizarían reformas legales conducentes a la regularización de la situación de alrededor de 11 millones de migrantes ilegales radicados en Estados Unidos, la mayoría de los cuales son originarios de países de Latinoamérica. Se impondrían estándares humanitarios en el trato de los migrantes ilegales que sean detenidos, y se implementaría un programa de generación de empleos y otras oportunidades económicas en Centroamérica para prevenir los flujos de migración irregular hacia los Estados Unidos.
La elección de Biden a la presidencia de Estados Unidos iría acompañada por sustanciales cambios en la composición del Senado y del Ejecutivo a nivel federal, lo cual implica que se requeriría tiempo para la aclimatación, el aprendizaje y la forja de relaciones con estos nuevos actores. Esto también afectaría temporalmente al desenvolvimiento de las relaciones con América Latina.
Como reflejo del esfuerzo del gobierno del presidente Biden por adquirir liderazgo en la agenda de las políticas medioambientales globales, y particularmente respecto a la creciente crisis del calentamiento global, es previsible que Estados Unidos preste mucho mayor atención a la preservación de los ecosistemas amazónicos y a la lucha contra la deforestación, lo cual puede constituirse en un elemento de fricción con países como el Perú, tan masivamente afectados por el incontrolado despliegue de actividades ilegales de alta destructividad medioambiental.
La creciente presencia económica de China en Latinoamérica, a través de la compra de nuestras materias primas, de sus inversiones principalmente en sectores primarios, y de la exportación hacia nuestra región de sus productos con alto valor agregado tecnológico, constituye un factor que previsiblemente catalizará cambios en la aproximación de los Estados Unidos hacia nuestros países, teniendo como telón de fondo a la creciente rivalidad estratégica de este frente a China.
El presidente Biden podría tener un gesto de reacercamiento de su país hacia América Latina si decidiese apoyar la remoción del desacertadamente nombrado presidente del BID, Mauricio Claver-Carone, pero no ha asumido todavía compromiso alguno en esta materia.
Hay que anotar también que en toda relación bilateral, el tango lo bailan dos. En consecuencia, la forja de una relación más productiva entre Estados Unidos y América Latina implica que nuestros países deben hacer su tarea de forjar entre ellos consensos y unificar sus capacidades de interlocución con nuestra poderosa contraparte del Norte. Este no es emprendimiento fácil, dada la pluralidad de opciones ideológicas que separan a los gobiernos de nuestros países y a su ya abultada trayectoria de fallidos esfuerzos de integración regional.
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