Publicada de manera póstuma, “Autobiografía” (1887) de Charles Darwin, se presenta como una excelente oportunidad para introducirse en el mundo interior de unos de los científicos fundamentales de todos los tiempos. Cuya influencia está a la par de personajes como Galileo, Newton, Einstein, Planck, y unos cuantos más. Recordemos que para Darwin la evolución y selección natural de las especies no siguen un diseño externo a sí mismos. La vida se adapta a condiciones cambiantes y, en esa adecuación, muere, muta o evoluciona. Como no hay un plan de decisión externo a la vida, ésta se despliega a tientas en los espacios por donde puede seguir siendo. Según Darwin, el origen de cualquier especie es un hecho específico, producido por interacciones naturales, carente de un final escatológico y un inicio trascendente. Lo observable son los procesos vitales, tan observables como los medios en donde se desarrolla la vida. De ahí que no se deducir científicamente un orden natural establecido con premeditación.
Charles Darwin tuvo una existencia interesante, llena de realizaciones intelectuales. Fue muy consciente de sus aportes científicos y del poder de su teoría, la misma que permitió – en su momento-, abrir un continente de hallazgos nuevos. Por ello, la lectura de su autobiografía nos proporciona detalles de su proceso interior, tanto como científico, hombre público y, finalmente, como persona.
Una de las cosas que llaman la atención de esta obra póstuma, en su reflexión respecto a las consecuencias morales de la labor científica, cuando se diluye la experiencia estética o artística. Darwin recuerda que en su juventud disfrutaba de la novela, de la poesía, de la pintura y de la música, las mismas que le proporcionaban disfrute y una amplitud de criterios para comprender la existencia en sus diversos matices. Lamenta, sin embargo, que con los años haya perdido el interés por el arte y la literatura. Meditando sobre las causas de su apatía estética, confiesa: “Mi mente parece haberse convertido en una máquina que elabora leyes generales a partir de enormes cantidades de datos; pero lo que no puedo concebir es por qué esto ha ocasionado únicamente la atrofia de aquellas partes del cerebro de la que dependen las aficiones más elevadas”. En efecto, cuando la mente científica se centra solo en el estudio analítico y sistemático de los procesos factuales, se acostumbra a producir criterios de organización racional, desprovistos de cualquier sentimiento moral.
De esta manera, Darwin concluye que “La pérdida de estas aficiones supone una merma de felicidad y puede ser perjudicial para el intelecto, y más probablemente para el carácter moral, pues debilita el lado emotivo de nuestra naturaleza”. Es decir, el científico, sin arte, sin literatura, en suma, sin humanidades, se convierte en un ser insensible y proclive a hacer el mal. Por ello, Darwin nos vuelve a confesar que “si tuviera que vivir de nuevo mi vida, me impondría la obligación de leer algo de poesía y escuchar algo de música por lo menos una vez a la semana, pues tal vez de este modo se mantendría activa por el uso la parte de mi cerebro ahora atrofiada”.
¿Qué nos dejan estas interesantes reflexiones de Charles Darwin? Muchas, sin duda. Pero hay una creemos fundamental. Cuando la mente humana se centra solo en aspectos cuantitativos, medibles y observables en términos descriptivos, se va perdiendo la posibilidad de sentir y de pensar de forma compleja y divergente. De ahí que es fundamental “mantener activa esa parte del alma” abierta a la metáfora, a la interpretación, a la palabra, a la imagen, al sonido y a la reflexión. Sin todo ello, somos más proclives a hacer el mal.
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