Hay algo peor que el maltrato: no tener siquiera la conciencia de ser maltratado. Cuando ello ocurre, el que sufre algún tipo de explotación o de humillación asume la percepción de quien lo maltrata o, peor aún, normaliza su degradación legitimándola desde su ignorancia y su miedo. No se evidencia una conciencia que critique tales condiciones de vida y que sea capaz de cuestionarla desde la indignidad que ocasiona. Pues, al fin y al cabo, indignarse ante el sufrimiento causado por la voluntad de otro, es un acto de libertad y de anhelo de justicia.
Felizmente aprendimos algo en dos mil seiscientos años de evolución cultural (¿mucho tiempo, no?). Aprendimos que gran parte de los fenómenos naturales y de los comportamientos humanos tienen causas cognoscibles racionalmente. Aprendimos que los poderes político y económico no tienen orígenes religiosos. Y aprendimos, sobre todo, que los seres humanos poseemos una condición -natural y cultural- que nos hace más o menos iguales. En esta condición “universal”, hay rasgos comunes: tenemos inteligencia, sentimientos, creatividad, creencias y, finalmente, capacidad de elección. Con mayores o menores condicionamientos podemos ser libres. Descubrirnos libres debe haber sido una de nuestras metas civilizatorias más notables.
Gracias a la razón crítica y al ejercicio de la libertad, cuestionamos las “fortalezas” de la teocracia, de la monarquía y del absolutismo. Descubrimos que los “Señores Naturales” (“sobrenaturales”) habían sometido a muchos, aprovechándose de su supuesta dimensión religiosa. Cuestionar ese orden político y social nos abrió “la puerta a la infinitud” y surgieron nuevos retos. Uno de ellos: construir un régimen político para iguales. Es decir, una forma de gobierno y un sistema de organización social que tenga como punto de partida la igualdad moral y jurídica de todos los ciudadanos.
Pensadores de la Ilustración como Voltaire, Rousseau, Diderot y Condorcet, sostuvieron que el nuevo orden republicano no se podía sostener sobre la ignorancia de las grandes mayorías. Tan importante como asumir éticamente la igualdad de la ciudadanía, era formar una opinión pública ilustrada. Pues las democracias -sin una formación crítica básica- eran inviables e imposibles. Ya en ese momento (siglo XVIII) y en el siglo siguiente, observaron los peligros del igualitarismo sin ilustración: entronización de grandes sistemas sociales de manipulación y de control.
Pero volvemos a nuestra pregunta anterior. ¿Qué condiciones se tienen que desarrollar para que un grupo importante de personas descubra que el maltrato, la humillación y la explotación tienen causas reales? ¿Cómo del sentimiento del sufrimiento pasamos a la conciencia del sufrimiento? ¿Y cómo de esa conciencia pasamos a la indignación y a la acción por la justicia?
El mayor éxito de un sistema de opresión, ya sea totalitario o de manipulación mediática absoluta, es la normalización del maltrato y de la explotación. Es hacerle creer, a la inmensa mayoría, que no existe otra situación social posible. Inmersos en la “caverna platónica”, se aceptan acríticamente condiciones de expoliación extremas y se asume que las prestaciones sociales sean deficitarias y limitadas. Bajo estas condiciones de sutil control, no emerge una conciencia subjetiva, capaz de reconocer que las diversas manifestaciones del maltrato tienen orígenes muy precisos. Por tantas razones, en muchísimas sociedades, como la nuestra, la ilustración es todavía un proyecto inacabado.
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