La situación política de nuestro país es, por decir lo menos, inestable, envuelta en una vorágine que parece sacada de una película cuyo guion oscila entre la ciencia ficción y el estilo burtoniano: gótico, excéntrico y con un toque melancólico.
Es impresionante cómo muchos peruanos hemos perdido la capacidad de sorpresa, e incluso de preocupación, frente a los cambios que ocurren en los más altos niveles del poder. No sé si esto sucede porque caminamos en automático o porque, en el fondo, ya sabemos que los cambios esperados no llegarán.
Ha desaparecido la búsqueda del bien común, la ilusión por el futuro. Vivimos atrapados entre la inmediatez y la individualidad. Son tantas las necesidades de nuestro país, tantos los cambios urgentes, que ni siquiera hace falta ser innovadores para trazar una ruta clara.
Frente a los últimos acontecimientos, es evidente que la inseguridad ciudadana, el crimen organizado y la ilegalidad son los problemas más urgentes. Las muertes, las amenazas y la coacción deben detenerse, pero ¿cómo enfrentamos esa realidad? La delincuencia ha permeado tanto nuestra vida que, a veces, sentimos que no hay salida.
Se dice que las capacidades son escasas, pero considero que, más que eso, lo que realmente necesitamos es decisión, voluntad y un sentido profundo de responsabilidad y ética para liderar el cambio.
Nos encontramos de nuevo ante un nuevo gobierno y con un proceso electoral a puertas. La esperanza de un verdadero cambio debería apoderarse de los electores; sin embargo, lo que predomina es la incertidumbre. Todavía no conocemos las candidaturas, pero el reto para quienes aspiren a representarnos será demostrar que esta vez pueden ofrecer propuestas sólidas.
El Perú carece de partidos políticos sólidos. Vivimos en un escenario de cambio constante: cambio de partido, cambio de bancada, cambio por conveniencia o por simple oportunidad. Esta volatilidad ha dificultado la construcción de bases ideológicas claras y referentes que orienten el voto ciudadano.
La política se mueve, con frecuencia, por intereses inmediatos y no por convicciones o compromisos con el bien común. Desde hace años se repite que, en medio del desorden, siempre hay quienes ganan algo: a río revuelto, ganancia de pescadores. Y en el Perú, lamentablemente, quienes más ganan son la delincuencia y la ilegalidad. Mientras la institucionalidad se debilita, las redes de corrupción se fortalecen y se expanden como una inmensa telaraña que continúa tejiéndose y extendiéndose, y cada vez es más difícil de detener.
En medio de este panorama, lo que se necesita con urgencia no es solo capacidad técnica y liderazgo político, sino voluntad y coherencia moral. Solo así podremos aspirar a reconstruir la confianza y recuperar el sentido de propósito colectivo que el país ha ido perdiendo entre tanto ruido e improvisación.
Las próximas elecciones representan una oportunidad para asumir nuestra responsabilidad ciudadana. Todo acto tiene su consecuencia. No podemos seguir esperando que las cosas cambien por inercia. En algún momento debemos dejar de caminar en automático y recuperar la capacidad de actuar con conciencia y propósito.
La ola de violencia que atraviesa el país crece cada vez más: arrastra más agua y amenaza con ahogarnos. La violencia no se detiene. Las muertes aumentan cada día, de formas cada vez más impensables y en lugares que antes considerábamos seguros. La minería ilegal ya no se concentra solo en Madre de Dios, sino que se ha extendido por toda la Amazonía. El sicariato y la extorsión se han instalado en las calles de Lima y las balas vuelan hoy por todo el Perú.
La indiferencia no puede seguir siendo nuestra respuesta. Las próximas elecciones no son solo un trámite democrático: son una prueba de madurez colectiva, una oportunidad para recuperar el rumbo, reconstruir la confianza y demostrar que todavía creemos en un país capaz de elegir la vida, la justicia y la esperanza por encima del miedo y la resignación.
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