Caminamos por el Museo de La Plata, que pertenece a la Universidad Nacional de dicha ciudad argentina, y que fue fundado, tal como se le conoce ahora, en 1888. Es un domingo, bellamente soleado, y cientos de niños, adolescentes y jóvenes, acompañados, con sus padres y abuelos, visitan la abundante colección geológica, paleontológica y arqueológica del museo. Las caras de entusiasmo que generan los objetos exhibidos son, por sí misma, un triunfo de la selección de objetos que se muestran para los visitantes. Nos preguntamos, cuántas vocaciones por las ciencias naturales se estarán formando en este momento, cuando un niño o una niña observan maravillados los restos de un pasado natural que se sigue moviendo en el presente.
Este es el enésimo museo que visitamos en los múltiples viajes que hemos realizado a este hermano país latinoamericano. Y que, a pesar de su prolongada crisis económica, siempre muestra una enorme vitalidad cultural y científica. La misma que se evidencia en la calidad de su producción académica y en su ingente producción editorial. Todo ello indica que está muy interiorizada en esta ciudadanía, la idea de que el estado – y también las varias fundaciones privadas- debe asumir una función subsidiaria en la promoción del saber y en la difusión de todo tipo de patrimonio cultural. De ahí los bajos costos de ingreso a los museos o la gratuidad total, como en el caso del hermoso museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Es claro que está extendida red de espacios de integración científica y cultural, tiene siempre un público presente, que más allá de las labores e intereses particulares, se ilustra sobre un sin número de temas y asuntos.
Lo visto en estas ciudades platenses, lo hemos podido constatar en otras urbes de Europa y de América: los estados, a pesar de sus limitaciones, crean la mayor cantidad de espacios para que la ciudanía se ilustre. En efecto, “construcción ciudadana” se erige desde formas muy concretas: museos, redes de bibliotecas, planetarios, teatros, etc., todos ellos dispuestos para que la mayor cantidad posible de ciudadanos se ilustre. Y, de este modo, acceder un saber básico que les permita entender el país y el mundo en el que viven. De este modo, democratizando el acceso al conocimiento cultural y científico, las personas adquieren un mínimo para orientarse en la vida.
Cuando se interioriza el derecho al conocimiento, una porción importante de la sociedad se moviliza en función de ese derecho. Así, no solo educa la escuela o la universidad. Las calles educan, el sistema de transporte educa; los museos, las bibliotecas, los teatros, educan. Las mismas familias optan por regalarles un tiempo a sus niños, llevándolos a una exhibición paleontológica, a un observatorio planetario, a un museo de artes decorativas o de artes plásticas. Esta interiorización sobre el valor del saber está más allá de una crisis financiera y de los graves problemas que ocasiona en el día a día, porque se opta por mantener viva la mente creativa y crítica de las personas. Pues sin este interior creativo y crítico, no hay forma de construir ciudadanía a largo plazo.
Caminando por este espléndido museo, nos preguntamos por qué teniendo más recursos económicos para erigir un sistema de sistema de difusión científica y cultural, simplemente no lo hacemos. Creemos que aun, como sociedad, no hemos interiorizado el valor que tiene el conocimiento – conocimiento democratizador- en la construcción ciudadana. Todavía pensamos que el asunto es solo ético político. Lo es, sin duda. Pero también es epistémico. Necesitamos una agencia epistemológica. Es urgente.
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