Durante muchos años, y a través de múltiples prácticas sociales, los peruanos hemos aprendido a convivir con fenómenos como la “hora cabana”, la “cultura combi”, el “efecto Azángaro” y un sinfín de supuestos y hechos que no hacen más que “ordenar” o “regularizar” un desastre tras otro. Creamos regímenes extraordinarios que terminan convirtiéndose en mecanismos para formalizar ilegalidades, amparándonos en la necesidad, en nuestra situación económica y en la falta estructural de oportunidades. La excepción se convierte en regla y, peor aún, en una obligación exigida con desenfreno y vehemencia.
Durante décadas observamos el intenso proceso migratorio que vivió el país como consecuencia de la violencia interna, el terrorismo y la pobreza. Los cerros eran invadidos y poblados; años después llegaban las escaleras, la luz y los demás servicios, sin considerar si se trataba de zonas de riesgo o si el anunciado terremoto llegaría o no. Así se generaron grandes mercados de tierras, negocios altamente rentables para quienes aprovechaban no solo la necesidad de quienes buscaban un lugar donde vivir, sino también la disposición del Estado a regularizar situaciones que todos sabemos nacen de manera incorrecta, por no decir abiertamente ilegal.
Y así, una y otra vez, se reproducen múltiples dinámicas similares en el país: desde la tierra hasta la educación, desde el transporte hasta el acceso a servicios. Todo parece ganarse empezando desde la informalidad, o la ilegalidad, como si fuera el camino inevitable para obtener reconocimiento, derechos o acceso a lo básico.
Hemos terminado por normalizar y legalizar este modo de actuar, que parece haberse convertido en un rasgo estructural de nuestra conducta institucional. Así, perpetuamos excepciones que derivan en ilegalidades sistemáticas, reproduciendo un patrón que erosiona el Estado de derecho y debilita la protección de derechos colectivos.
Un ejemplo de muchos es la situación que atraviesan las comunidades campesinas frente a la Ley de Deslinde y Titulación del Territorio de las Comunidades Campesinas que introdujo desde su origen una excepción altamente cuestionable a la intangibilidad de las tierras comunales, al disponer que “todas aquellas que, a marzo de 1987, se encuentren ocupadas por centros poblados o asentamientos humanos” debían ser excluidas del territorio comunal. Se trata de una disposición abiertamente inconstitucional, por vulnerar la protección reforzada de la propiedad comunal reconocida por la Constitución y por el Convenio 169 de la OIT. Sin embargo, lejos de corregirse, esta excepción nunca fue observada; por el contrario, ha sido utilizada para permitir un despojo sistemático y reiterado, ampliando sucesivamente el plazo de ocupación “legítima”. El patrón se repitió de forma progresiva: la excepción fue extendida de 1987 a 1993, luego al 2003, y este año nuevamente hasta el 2015. Esta práctica vulnera de manera directa el derecho de propiedad de las comunidades campesinas, fomenta la inseguridad jurídica territorial y dinamiza el mercado ilegal del tráfico de tierras, incentivando nuevas invasiones con la expectativa de una futura regularización “legal”.
Podemos mencionar, como otro ejemplo de este patrón de actuación, las continuas ampliaciones del Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo), creado en 2016 con la meta original de regularizar la minería informal, combatir la minería ilegal, reducir sus impactos ambientales y sociales e integrar al sector a un marco legal. Sin embargo, es ampliamente reconocido que no se han alcanzado dichos objetivos.
Son ya más de cinco ampliaciones y casi diez años de una excepcionalidad que se ha vuelto permanente, convirtiéndose en un incentivo, o incluso en una excusa, para la ilegalidad y el descontrol. Como dice el refrán: “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Este escenario ha generado tal nivel de informalidad y opacidad que resulta muy difícil distinguir entre quienes realmente buscan formalizarse y quienes se amparan en el Reinfo para operar ilegalmente, mientras tanto el Estado sigue alimentando la ilegalidad y la criminalidad organizada vinculada a esta actividad.
Así como en el caso de las comunidades se consolidó un mercado ilegal de tierras, en este ámbito se ha configurado un mercado ilegal de oro, con todos los delitos conexos que esta actividad acarrea: deforestación masiva, contaminación con mercurio, trata de personas, trabajo forzado, extorsión y redes criminales cada vez más complejas.
Las preguntas inevitables son: “¿No aprendemos nada?, ¿seguiremos perpetuando regímenes excepcionales que erosionan el Estado de derecho y degradan nuestros recursos naturales y territorios?”.
Las excepcionalidades nos ponen en riesgo: vulneran derechos, afectan territorios y erosionan el Estado de derecho. La temporalidad se vuelve permanente, se vuelve sistémica; se articula, cobra fuerza y termina defendiéndose con tal intensidad que luego resulta casi imposible revertirla. Vivimos en un país donde hemos normalizado la informalidad, asumiéndola como parte de nuestra cultura e incluso como un supuesto derecho de quienes la ejercen.
Necesitamos repensarnos como sociedad. Será muy difícil avanzar como país si no enseñamos, y aprendemos que el orden, la legalidad y el respeto no son trabas, sino condiciones que benefician a todos. La inmediatez y el caos pueden parecer soluciones, pero solo funcionan como paliativos que encubren nuestras deficiencias y postergan la atención de nuestras verdaderas necesidades.
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