En “El hombre sin atributos”, Robert Musil (1880-1942) le hace decir al ambicioso Paul Arnheim, en medio de un diálogo gris con el amorfo y culto Ulrich Anders, lo siguiente: “usted quiere que yo posea cualidades que no puedo tener, y hacer cosas que me son imposibles de alcanzar”. En la poderosa sátira que construyó Musil sobre la decadencia austrohúngara, no “hay hombres con atributos”. Todos se encuentran en la misma medianía de conductas, pues el rico matemático Ulrich, al poseer todo lo que necesita, no le motiva buscar riqueza. También, el ambicioso empresario Arnheim, quien debería ser considerado el “hombre con atributos”, tampoco los posee. Pues en el alma de ellos, ya se encuentra un diseño social que los hace tener conductas esperables. El extremo, que la estupidez de la bella Diotima, también resulta predecible.
Esta trama inventada por Musil, se desarrolla antes del inicio de la Gran Guerra y evidencia el ocaso cultural de Europa, siendo uno de los rasgos de ese declinar, los comportamientos previsibles. Hacia 1914, nada llamaba la atención, pues las pautas conductuales han sido demarcadas por un sistema social cada vez más administrado en términos de racionalización técnica. Recordemos la “jaula de hierro” descrita por el desencantado Max Weber: noche polar de oscuridad helada.
Pero aquel sistema social burocratizado (¨la jaula de hierro¨), se hizo más sutil y complejo después de las guerras mundiales y de la “guerra fría”. Incorporó la innovación tecnológica de la era digital y, paulatinamente, cediendo autonomía humana frente a los protocolos técnicos planificados. Y, en los últimos años, muchos de estos planeamientos, fueron incorporando diversos niveles de inteligencia artificial, socavando la iniciativa del pensar crítico.
Las consecuencias de esta situación sobre las actividades humanas (políticas, empresariales, académicas, entre otras), han sido considerables. Al extremo, que muy pocos quieren actuar más allá de lo que la norma protocolar establece. Es decir, el sistema social nos ha enseñado a limitarnos a operar bajo la relación costo-beneficio. Por ello, los ejercicios del poder están cada vez menos comprometidos con metas ético políticas y más proclives al complimiento de la “oscuridad de los protocolos”; donde los sistemas, separados de la acción y responsabilidad humana, asumen sus propios fines y procedimientos. En esas circunstancias, todas las corrupciones posibles pueden florecer y expandirse.
La experiencia histórica nos enseña que cuando todo es predecible y no hay metas republicanas o utópicas, los humanos no están dispuestos a dar lo mejor de si mismos. Sin proyectos, reducen su existencia a un perpetuo presente desencantado. Esta “mediocridad” generalizada es el preámbulo de la decadencia de una civilización. O, también, como afirma el intelectual canadiense Alain Deneault refiriéndose a la “mediocracia” (es decir, al poder de los mediocres) como “la antesala de una revolución”. ¿Por qué? Porque el mediocre en el poder (y con poder) es incapaz de percibir el movimiento poderoso de los continentes sociales y culturales. En suma, no ve más allá de sus narices.
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