En gran historiador inglés Kenneth Clark, al inicio de su célebre libro Civilización describe París de la siguiente forma: “Estoy en el Pont des Arts de París. A un lado del Sena se alza la armoniosa y razonable fachada del Instituto de Francia, construido como colegio universitario alrededor de 1670. En la otra orilla, el Louvre, construido sin interrupción desde la Edad Media hasta el siglo XIX: la arquitectura clásica en su forma más espléndida y serena. Apenas visible río arriba está la catedral de Nôtre Dame, quizá no la más atractiva de las catedrales, pero sí la de fachada más rigurosamente intelectual de todo el arte gótico”. Y prosigue Clark, un poco más adelante: “Por este puente, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, los estudiantes de las escuelas de arte de París han corrido al Louvre para estudiar las obras que contiene, y luego de vuelta a sus estudios para charlar y soñar con hacer algo digno de la gran tradición. Y cuántos peregrinos de América, de Henry James para abajo, se habrán detenido en este puente para aspirar el aroma de una cultura de muchos siglos, y se habrán sentido en el corazón mismo de la civilización”.
Con esa misma acuciosidad y profundidad con la que describe París, el célebre intelectual inglés se pregunta: “¿Qué es la civilización?” Y tras una breve pausa se responde: “No lo sé. No soy capaz de definirla en términos abstractos. Pero creo que sé reconocerla cuando la veo; y en estos momentos la estoy viendo. John Ruskin dijo: “Las grandes naciones escriben sus autobiografías en tres manuscritos: el libro de sus hechos, el libro de sus palabras y el libro de su arte. No se puede entender ninguno de esos libros sin leer los otros dos, pero de los tres el único fidedigno es el último”.
Asumiendo la definición de Ruskin (que Clark hizo suya), en la Catedral de Notre Dame había páginas enteras del libro de la civilización occidental y cristiana. ¿Qué narran esas páginas? Que la población de París se movilizó por cerca de 200 años en pos de su catedral, que miles de ciudadanos/creyentes (entendamos el contexto cultural) invirtieron hasta lo que no tenían por ver alzar su catedral como símbolo de transcendencia. Que cientos de artesanos y artistas dieron lo mejor de sí, para que en cada detalle se evidencie la maestría vinculada a la experiencia de fe. Vista así, una catedral era un acto comunitario de donación y de gratitud.
La grandeza de Notre Dame es, en espíritu, similar a la de otros grandes centros rituales esparcidos por toda la faz de la tierra: desde Machu Picchu a Angkor Wat, desde Chichen Itza al Partenón y un afortunado etcétera. Todos ellos, fueron el producto de esfuerzos colectivos y evidencian lo que es capaz de hacer el ser humano cuando mira más allá de si mismo.
Todas estas obras nos permiten leer el libro múltiple de las civilizaciones y reconocer que somos una sola especie: la humana. Y que estamos obligados a preservar el pasado diverso de la humanidad, no solo por una razón turística y monetaria. Al hacerlo, aprendemos que solo somos una generación más que ha pisado la tierra y que los que valoramos también puede desaparecer.
En el plano interno, una de las mejores demostraciones de afecto a las generaciones futuras de peruanos, es legarles aquello que nos ha sido dado por los peruanos que se precedieron. No se trata de solo “poner en valor”. Se trata de garantizar la continuidad histórica de una civilización.
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