En esta última semana, hemos pasado de abarrotar los titulares de la prensa con noticias sobre el coronavirus a llenar estos espacios con la vida privada de un «personaje público». Esta es una historia que se repite una y otra vez: el interés de las personas por conocer los detalles más íntimos de los demás y por generar espacios de conversación sobre este tipo de temáticas parece ser una constante. Pero hay que tener en cuenta que esta clase de fenómeno no es exclusivo de una generación, un estrato socioeconómico o un país. Si observamos con detenimiento los medios internacionales o la audiencia avocada a este contenido, probablemente nos demos con una gran sorpresa, puesto que se trata de un práctica extendida y multinivel. De lo que estamos hablando, por si aún quedan sospechas, es del chisme; esa palabra que nos suena tan negativa y que asociamos con lo más vil del ser humano. Sin embargo, ¿es tan ajena esta praxis? ¿Acaso en nuestros grupos sociales no recurrimos al chisme para otorgar minutos de entretenimiento y distensión? O, en casos más «alturados», ¿no intentamos averiguar esas anécdotas irrisorias o trágicas que convierten a algunos personajes del arte o la ciencia en históricos? Pues bien, aunque cumple funciones y tiene beneficios, como veremos en este artículo, puede hacer mucho daño e, incluso, generar trastornos psicológicos.
¿Por qué el chisme resulta tan atractivo?
Para tener más claridad, empecemos por definir esta palabra. El chisme debe cumplir con tres criterios: tratarse de una persona que no está presente durante la conversación; enfocarse en información que no es conocida y que va a generar críticas o juicios morales; y ser entretenido e irresistible. En este sentido, si hablamos del comportamiento íntimo de un conocido que sabemos que puede ser éticamente dudoso, estamos «chismeando». Este tipo de conducta sirvió, a nuestros ancestros, para cuidar al grupo de amenazas externas. Como la cantidad de recursos era limitada y el acceso a ellos, algunas veces, requería de la fuerza común, nuestra especie se fue congregando en pequeñas manadas y fortaleciendo el trabajo en equipo. Pero, para protegerse de otros grupos, desarrollaron códigos, normas de convivencia y diversos castigos. Uno de ellos consistía en difundir la mala conducta de algún miembro de la comunidad para que tenga una sanción moral y, por el simple rechazo de los demás, encamine sus actos.
En la actualidad, aunque no nos demos cuenta, otra función del chisme es crear un mejor entorno social. Cuando nosotros discutimos un chime con otras personas, detectamos qué opinan sobre ciertos temas y cuáles son sus principios éticos. Esto nos sirve para seleccionar quiénes formarán parte de nuestro grupo social y en quiénes podremos confiar.
Estas son dos de las funciones más bondadosas del chisme: regular al grupo y construir una red de relaciones. No obstante, también existen motivos bastante nocivos. Uno de ellos es el deseo de tomar ventaja sobre otras personas. Por ejemplo, si se desea tener favoritismo en una relación de tres personas, A le puede contar a B un chisme para destruir la reputación de C. Este tipo de conducta se conoce como agresión indirecta, porque se hace daño, pero no de manera abierta y frontal. Otro tipo de motivo, que también se relaciona con este, consiste en sacar provecho de la comparación. En este tipo de chisme, se habla mal de otras personas para que nuestra autopercepción y la percepción que tienen los demás sobre nosotros mejore. Este mecanismo funciona igual que si comparásemos un producto de diseño promedio con un producto con algunas roturas. Obviamente, el primero va a verse mejor.
Entonces, ¿el chisme puede ser positivo?
Si bien posee algunas funciones «positivas», como reglar el grupo o rodearnos de personas que son afines a nosotros, el chisme no es la mejor forma de hacer las cosas. Y la razón es simple: puede hacer mucho daño y generar, en la persona agraviada, depresión, ansiedad, insomnio y otros trastornos de índole psicológico. Si queremos ayudar a otras personas en su propio crecimiento, podemos ofrecerles nuestro punto de vista y contarles los beneficios que puede traer la modificación de algunos comportamientos; sin embargo, siempre debemos tener presente que cada uno elige cómo vivir su vida y nadie nos ha proclamado jueces o cuidadores de la moral. Mientras no se infrinjan las leyes y la conducta de los demás no cause daño, están en su derecho de seguir su camino. Por otro lado, en el caso de que necesitemos conocer cómo son las personas que nos rodean, basta con dialogar de temas generales, como la política, la economía, la familia y la sociedad. No hace falta que hablemos mal de alguien más.
Por otro parte, seamos conscientes de que no podemos crecer personal ni profesionalmente a costa de los demás. Si queremos hacer mejor las cosas, tracemos un plan de desarrollo, pero nunca lo hagamos para buscar reconocimiento, sino para sentirnos bien. Si logramos esto, no habrá necesidad de dañar la reputación de nadie ni de compararnos.
Recuerden, nuevamente, que no hay bienestar personal sin bienestar colectivo. Y el chisme ataca duramente y sin piedad.
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