Ha pasado más de un año ya desde el momento en que, por televisión, nos fue dada una sentencia prospectiva que muchas y muchos no llegamos a considerar lo suficientemente retadora, bien por un deseo esperanzador o por nuestro desconocimiento sobre una pandemia: «Desde mañana, 16 de marzo, entraremos en cuarentena en todo el Perú por 15 días». En esas dos primeras semanas de lo que sería mutatis mutandis nuestra nueva forma de vida, establecimos algunos hábitos que reforzaríamos en lo que fue todo el 2020 y que la virtualidad ayudaría a asentar con mayor facilidad para quienes tenemos un acceso afortunado. Aunque las videollamadas aún no eran el grito de la moda, no tardaron en ganarse un espacio privilegiado en las dinámicas familiares, amistosas, laborales y educativas. Lo que estaba reservado para un par de generaciones lo bastante jóvenes como para desconocer la pujanza que albergaron, por ejemplo, los baby boomers —me incluyo—, se propagó a cohortes de cualquier edad, pues la necesidad de contacto social se abrió pasó rápidamente. Así, no fue extraño que nuestras abuelas y nuestros abuelos tomaran el celular y nos invitaran a una videollamada, ya sea de forma independiente o con ayuda de otros familiares. Esta forma de comunicación se convirtió en una regla tácita a la que todas y todos nos unimos en coro —incluso, se hizo parte del trabajo médico y psicoterapéutico—.
Pero, aunque debido al peligro de contagio que experimentamos en la actualidad no tengamos mejor opción que emplear este tipo de salida tecnológica, eso no quiere decir que las videollamadas no oculten algunos efectos o alcances no tan deseados. Si bien parece que esta clase de artilugios digitales reemplazan de forma inequívoca a las conversaciones cara a cara, dado que, a través de una pantalla, podemos ver a los demás, no funciona así. Sí es cierto que nos produce un alivio cuando logramos intercambiar ideas con las personas que queremos, que nos sentimos reconfortadas y reconfortados cuando vemos a ese familiar con el que ya no podemos compartir una comida, y que nos produce una sensación de compañía el estar en aquellas famosas reuniones de Zoom. También es cierto que, por ahora, no existe mejor medio para cuidarnos al 100 % del riesgo de contagio. Sin embargo, no podemos rehuirle a lo que las investigaciones nos están mostrando a más de un año del inicio de la pandemia.
Uno de los famosos efectos colaterales del uso de videollamadas se hizo palpable el año pasado luego de que diversos medios publicaran artículos al respecto. Estoy hablando del cansancio o la fatiga que produce este mecanismo comunicacional. Esto sucede por varias razones: en primer lugar, la sola luz que emiten los dispositivos digitales (luz azul, como se denomina) genera efectos a nivel cerebral y psicológico, puesto que incrementa el nivel de activación, llámese estrés, lo que produce una serie de consecuencias si su uso es prolongado, como problemas para dormir; en segundo lugar, aunque suene extraño, al cerebro le cuesta identificar señales sociales mediante una pantalla, lo que requiere un gasto mayor de energía —esto es aún mayor cuando existen fallas en la conectividad de la internet o una calidad de resolución baja—; en tercer lugar, el hecho de vernos a nosotras y nosotros mismos en la pantalla mientras conversamos, nos hace gastar más energía cerebral, en tanto, al recibir retroalimentación sobre nuestra postura y nuestros manierismos, intentamos corregirlos in situ aunque no sea de forma volitiva.
Pese a ello, los efectos no se acaban allí. Existe uno más sobre el que me gustaría llamar la atención. Cuando conversamos por videollamada, podemos escucharnos y oírnos, pero no podemos tocarnos. Esos actos anodinos de estrecharles la mano a otras personas, darles una palmada en la espalda y apoyarnos en sus hombros —ni qué decir de los abrazos— no son reemplazables y, lamentablemente, nuestro cerebro lo sabe. Su desarrollo evolutivo ha ido creando mecanismos que nos hacen sentir placer ante el contacto humano, porque es el portador de datos sociales y porque, a través de esta sensación de recompensa, nos vemos impulsados a generar comunidades. Por ende, aunque las videollamadas son la vía regia para comunicarnos en la actualidad, no satisfacen todas nuestras necesidades sociales. De hecho, dependiendo de nuestro nivel de proclividad a las interacciones presenciales y nuestro umbral de soledad, vamos a sentir que este tipo de tecnologías no nos llenan, no nos completan, lo que podría suscitar o empeorar síntomas psicológicos dentro del marco de los trastornos emocionales.
Es importante, entonces, que seamos capaces de identificar qué tanto nos satisfacen las conversaciones por videollamadas, qué tanto sentimos contención y sostén al terminar una reunión virtual, y qué tanto la falta de contacto humano nos está jugando en contra en esta pandemia. Los indicadores de esta evaluación nos podrían llevar a tomar medidas para mejorar nuestro bienestar (por ejemplo, planificar salidas al parque o a áreas libres con personas de nuestro entorno, siempre respetando las medidas sanitarias; o iniciar un proceso de psicoterapia si consideramos que nuestra sensación de soledad se ha incrementado). No dejemos, en tal caso, que la inercia de la cotidianidad nos convoque una tristeza profunda o una ansiedad desbocada, producto de la distancia social. Hagamos los ajustes y pidamos ayuda profesional de ser necesario.
Comparte esta noticia