Valeria decidió estudiar Arquitectura cuando tenía 17 años, justo en los primeros meses del último año escolar. Ahora, a los 25 años, ya está por terminar su último ciclo de carrera y graduarse con una promoción distinta a la que conoció cuando recién ingresó: sus amigas y amigos se graduaron hace un par de años, tal como indicaba el programa de la universidad. Durante todos los años que le siguieron a la etapa escolar, Valeria ha tenido días que llama «muy buenos», en los que se despierta de la cama con una energía inusual y «aprovecha» para ponerse al día con todos los pendientes que ha ido acumulando en el otro extremo de los días, aquellos que tilda como «el hoyo». Les ha puesto ese nombre porque siente, tal como ella lo dice, como si se hubiese formado una especie de agujero grande en el suelo durante la noche, agujero que la abduce y la hace despertar con una sensación de apatía, falta de voluntad, desinterés por las actividades que le son habitualmente placenteras y sentimiento de culpa por no cumplir con los «estándares académicos» que le pide su carrera.
Al otro lado del mundo, Santiago acaba de ser invitado a una reunión virtual de camaradería en la empresa en la que ha laborado por los últimos ocho años. La cita es el sábado por la noche y el código de vestimenta es formal. Desde que recibió la invitación, ha pensado en formas creíbles de eludirse sin que los demás sospechen de sus deseos por no ir a la reunión. Se enfurece por tener la obligación de asistir y recuerda, en voz alta, que la pandemia, a pesar de todas las consecuencias luctuosas que le ha traído a la humanidad, es «lo mejor que me ha pasado porque ya no tengo que salir de casa». De hecho, a Santiago, desde pequeño, le ha sido muy difícil estar en lugares con otras personas: se siente muy ansioso y angustiado, empieza a sentir que su corazón late más fuerte y más rápido, suda, su estómago se descompone y su mejor estrategia es sentarse en un lugar alejado de todo, como si intentara hacerse invisible. A pesar del malestar que lo aqueja, él siempre se ha considerado como «tímido» e, incluso, así es como lo ven los demás.
A ninguno de ellos se les ha ocurrido buscar una o un psicoterapeuta para iniciar un proceso de tratamiento. Sus familiares, amigas y amigos siempre les han dicho que «es cuestión de voluntad» y que «hay que ser fuerte en esta vida». Inclusive, la mamá de Valeria le repite con total confianza en sus palabras: «Te hemos dado todo y ese ha sido nuestro error: no te hemos enseñado a sobreponerte». A Santiago, su papá le recuerda, cuando se enoja, que es un «cobarde» y que debe «ajustarse bien los pantalones». Pero ambos tienen un trastorno psiquiátrico identificable, es decir, un cuadro clínico estudiado con síntomas observables, que solo se trata mediante el trabajo conjunto de profesionales de la salud mental, expertos en psicología y en psiquiatría. Ni Valeria ni Santiago van a lograr mejora alguna «siendo fuertes» o «teniendo más voluntad»: es como pedirle a un enfermo con endocarditis que «le eche ganas a la vida» para que la infección del revestimiento interior del corazón se cure —no lo haríamos, ¿verdad?—. Lo que sí les deberían sugerir es que acudan con un especialista de la salud mental para que los pueda ayudar mediante un trabajo a largo plazo, el cual no solo va a requerir de psicoterapia, sino también del apoyo médico de la psiquiatría.
Este es uno de los aprendizajes que nos debería quedar luego de haber conmemorado el Día Mundial de la Salud Mental: no se trata de obligarnos a ser fuertes para mágica y omnipotentemente sanarnos solas y solos; se trata de pedir la ayuda profesional necesaria cuando nuestro nivel de bienestar se vea ensombrecido.
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