Para muchas personas, la Navidad es sinónimo de paz y regocijo, de ataraxia, como se diría en la Antigua Grecia. Para otras, sin embargo, representa un extraño encuentro con emociones que parecen foráneas, extranjeras, irreales, como si pertenecieran a otras personas. ¿Qué quiero decir con esto? Veamos un ejemplo. Le pido que imagine a una persona que sale a caminar a mediados de diciembre por algunas calles de su barrio. Quizás, durante el año, su vida ha sido condecorada con trofeos de guerra que nunca pidió; quizás perdió el trabajo; quizás perdió a un ser querido; quizás, simplemente, se perdió a sí mismo. Imagine que esta persona camina por una calle llena de luces de Navidad, aquellas que suenan a familia, a reunión de amigos, a fraternidad. Esta persona, durante todo el año, se ha conducido en automático: ha cumplido con lo que tenía que cumplir. En pocas palabras, ha sido un trabajador productivo o, en términos más filosóficos, un animal laborans. Se ha dedicado con ahínco y pujanza a no desfallecer, y lo ha hecho de la única manera que sabe: ocupando la mayor parte del tiempo en actividades autómatas para no pensar —detenerse puede llamar a la reflexión y, en este sentido, al despertar de las emociones que no desea sentir—. Pero la Navidad puede más que su intento básico por no conectar con sus afectos: esa calle llena de luces, de árboles de Navidad, de canciones que tienen un género propio, conocido como «villancico», la remueve, la golpea contra una realidad que no es la suya, que ha perdido o que nunca tuvo. Le dice: «Esta es la felicidad que tú tuviste o que tú anhelas, pero que no hace parte de tu vida». A este choque se le llama, también, «principio de realidad».
Este impacto no siempre es directo, es decir, no siempre conduce a que la persona reconozca que hay aspectos de su vida que aborrece o que hay elementos de los cuales reniega. En muchos casos, el principio de realidad que impone la Navidad tan solo, de forma inconsciente, sin que nos demos cuenta, aviva algunos recuerdos, traumas, deseos incumplidos, frustraciones o expectativas fallidas que desencadenan o incrementan el caudal emocional. La persona, en este sentido, aunque no es capaz de identificar qué contenido de su propia psique la hace sentir triste o irascible, sí experimenta la emoción en toda su completitud —¿no le ha pasado que, en ciertas ocasiones, se siente apesadumbrado, pero no sabe por qué?—. Esta es una de las razones por las que no es tan extraño pasar por un periodo de duelo durante la Navidad.

¿Qué podemos hacer si este es nuestro caso?
En primer lugar, si ya estamos con todo el raudal de las emociones, lo más importante es no negarlas, no ir contra ellas. Es fundamental cambiar nuestra forma de verlas. Las emociones no son nuestras enemigas; de hecho, están ahí para ayudarnos, para decirnos que algo no anda bien y que, si lo cambiamos, será mejor para nosotros. Es, en esta línea, un mecanismo que la evolución nos ha dado para poder afrontar las vicisitudes y las amenazas. De acuerdo con este razonamiento, vale más que aprendamos a identificarlas que nos hagamos maestros en esconderlas. En segundo lugar, tratemos de indagar de dónde vienen y por qué están ahí —¿qué aspectos de nuestra vida, recuerdos, traumas, vivencias, expectativas o deseos las generan?—. En tercer lugar, tomemos acción; tracemos un plan para poder modificar eso que nos está generando malestar, pero, y este es mi más importante consejo: tracemos un plan para acudir a un especialista en psicología para trabajar todos aquellos temas que han calado y siguen calando en nosotros. Eso, creo, es lo mejor que les puedo desear en esta Navidad.
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