Desde hace décadas, se reconoce que la pertenencia de mujeres a determinados grupos étnicos eleva su riesgo de ser víctimas de violencia en relaciones de pareja. Eso implica interrelacionar su condición de mujer con su origen étnico, a lo que se llama interseccionalidad. El supuesto es que esa intersección genera desigualdades adicionales que desencadenan mayor vulnerabilidad y violencia.
Queda claro que los indicadores de violencia contra mujeres deberían diferenciar grupos étnicos. Los planes de lucha contra la violencia lo hacen, pero no sus indicadores.
En efecto, tanto el Plan Nacional contra la Violencia de Género 2016-2021 como el Plan Nacional de Igualdad de Género 2012-2017 reconocen a la interseccionalidad como un enfoque útil para prevenir, atender y sancionar la violencia de género.
Sin embargo, sus indicadores son generales y no plantean diferenciarlos por grupo étnico, ni por ninguna otra característica interseccional (edad, discapacidad, orientación sexual, etc.). Es decir, de un lado se enuncia la interseccionalidad, pero de otro lado se la olvida.
El origen de ese olvido no yace en un problema de falta de datos. Desde el 2009, la Encuesta Nacional de Demografía y Salud Familiar (Endes) permite construir indicadores de violencia contra mujeres en relación de pareja diferenciados por grupo étnico. Una de las formas de hacerlo es identificar el idioma que se aprendió en la niñez. La Endes ofrece tres opciones: español, quechua y aymara. Por supuesto, no es la mejor medición, pero resulta muy orientador.
Con esa guía, la Endes del 2018 nos señala que el 39% de mujeres “quechua” fue objeto de violencia física alguna vez en su vida de parte de su pareja. El porcentaje es mayor entre mujeres “aymaras” (43%), pero menor entre las de habla “español” (29%). Tomemos un dato de referencia. En el mundo una de cada tres mujeres ha sido víctima de esas mismas agresiones según la OMS*.
La brecha es clara. Pero no aparece de la nada. Se forma en el tiempo. Veamos el gráfico. Este muestra el porcentaje de mujeres alguna vez agredidas físicamente por su pareja. La particularidad es que se distingue por grupo étnico –mujeres que hablan español, quechua o aymara– y por edad (18-49 años) de la mujer que declaró ser objeto de violencia. La Endes no incluye a mujeres mayores.
Del gráfico en alusión, tres conclusiones son centrales:
1.- A los 18 años, aproximadamente 2 de cada 10 mujeres ya han sido víctimas de violencia física de parte de su pareja. Esa proporción no varía por grupo étnico.
2.- A los 25 años, las brechas por grupo étnico empiezan a aparecer. Y siempre en detrimento de las mujeres que tienen quechua o aymara como lengua materna. Esto significa que para un porcentaje importante de estas mujeres, la primera agresión de parte de su pareja ocurre entre los 30 y 40 años. No sabemos si son las parejas de siempre o son las parejas actuales.
3.- Al llegar a los 49 años, la brecha se amplía aún más. Y no sabemos qué pasa después, pues para las mayores sí que no hay datos.
Con información de este tipo es posible identificar a los públicos más vulnerables, focalizar intervenciones, entender mejor la violencia y preparar al personal que atiende mujeres en situación de violencia para ciertas características de violencia asociadas al grupo étnico, entre otras opciones.
Dos advertencias. Primero, no es que la violencia sea problema de los grupos “quechuas” o “aymaras”. Es nacional. La prevalencia de mujeres que aprendieron español como lengua materna es altísima bajo los estándares internacionales. Segundo, no hay un gen violento. Haber aprendido quechua en la niñez no te hace más violento ni te otorga calidad de víctima.
Las explicaciones de las brechas por grupo étnico estarían vinculadas con patrones de socialización asentados en lógicas machistas. Algunas características culturales pueden intensificar dichos patrones y elevar el riesgo de violencia, especialmente si activan lógicas de justificación de la violencia, representaciones del control como amor, empañamiento de los agresores, etc. Esas serían explicaciones posibles a las brechas descritas en el gráfico.
Pero también sucede que otras condiciones estructurales influyen en la proporción de víctimas por grupo étnico. La carencia de servicios adecuados (lejanía, inadecuación cultural, barreras lingüísticas, menor confianza en autoridades, etc.) está asociada a mayor impunidad y carta libre para que las agresiones permanezcan o escalen.
Esperemos que los futuros planes distingan indicadores por grupo étnico. Pero, más que eso, que realmente visibilicen la situación de los grupos más afectados. No visibilizarlas es olvidarlas.
* Garcia-Moreno, C., Jansen, H. A. F. M., Ellsberg, M., Heise, L., & Watts, C. (2005). WHO Multi-Country Study on Women’s Health and Domestic Violence against women: Initial results on prevalence, health outcomes and women’s responses. Geneva, Switzerland: World Health Organization.
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