Los jóvenes se convierten en topos humanos que excavan en el suelo agujeros de hasta catorce metros de profundidad y menos de un metro de diámetro.
Foto: EFE
La idea de enriquecerse con facilidad les encamina hasta Borkeo, una remota llanura arcillosa y polvorienta de la provincia de Rantanakiri, en el noreste del país y cercana a la frontera con Vietnam.
Una vez allí se convierten en topos humanos que excavan en el suelo agujeros de hasta catorce metros de profundidad y menos de un metro de diámetro por los que suben y bajan apoyando manos y pies contra las paredes de la cavidad.
Hasta el fondo descienden dos o tres hombres a la vez que abren galerías con una caña de bambú como única herramienta y meten la tierra extraída en unos cubos que otro compañero sube con una cuerda atada a una rudimentaria polea de madera.
Sin casco, y la mayoría descalzos, los mineros trabajan "muy unidos", por su cuenta y riesgo, en equipos de tres o cuatro personas, apuntó un veterano del lugar.
Lo normal es que los grupos estén formados por las mismas personas que abandonan sus hogares juntos para buscar fortuna en Ratanakiri.
Una vez consideran que han extraído suficiente tierra, los mineros vuelven a la superficie y se sientan alrededor del montón de arena para examinarla minuciosamente.
Las piedras preciosas "se reconocen con facilidad porque son más duras y más frías que la arena", explicó a Efe Aan, un joven que, junto a tres amigos, dejó hace un año su provincia de Prey Veng, a más de
Lo que encuentren intentarán venderlo a algún joyero de Ban Lung, la capital provincial, o de Vietnam.
El oficio no está exento de riesgos y los accidentes son abundantes.
"Apuntalamos las galerías con maderas, pero a veces se colapsan", declaró el camboyano Aan.
Otro colega recordó cómo la semana anterior un chico murió al caer por un pozo del centenar que están abiertos en Borkeo.
"No lo vio, cayó y se desnucó", dijo sin extenderse en comentarios ni lamentos.
La esperanza del potosí les lleva a superar la realidad cotidiana de mineros viviendo en condiciones miserables y que aliñan, habitualmente, con alcohol.
"Desde hace tres años no se encuentran piedras de calidad", aseguró Revuth, un comprador de Ban Lung.
"Hay días que ganas 5 mil rieles, otros 10 mil, otros nada", sentenció Sim, una mujer que desde hace cuatro años acompaña a su marido en las minas y que no pierde ocasión de intentar colocar a todo visitante que se acerca al lugar alguna piedra a precios que, sin entrar a regatear, se mueven entre los 5 y los 15 dólares.
"No me gusta esto porque es muy peligroso y ganamos muy poco dinero", aseguró Sim.
De lo que consigue cada minero depende la subsistencia de sus mujeres y niños que viven en el poblado y que no es más que un centenar de chozas levantadas con cañas y plásticos alineadas a ambos lados de la carretera.
Los que más provecho obtienen son los joyeros que visitan las minas en busca de una buena pieza
"Antes sacaban gemas de 200 dólares que una vez pulidas podíamos vender por 700. Hoy, sólo encuentran piedras que no valen más de 20 dólares", aseguró Revuth.
Atrapados por la misma miseria que pretendían eludir, la mayoría de los mineros se resigna a su destino, aunque lo aborrezca.
"Vine aquí porque en mi pueblo no tenía dinero ni tierras, y ahora no tengo dónde ir", admitió Ann.
EFE
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