El cineasta dejó huérfano a todo ese abanico de emociones, desde lo entrañable a lo sensual pasando por lo ácido y lo malsano, que manejó en una filmografía tan influyente.
Se fue. Luis García Berlanga, el gran maestro del cine español, poeta de lo mundano y erotómano elevado, dejó huérfano a todo ese abanico de emociones, desde lo entrañable a lo sensual pasando por lo ácido y lo malsano, que manejó en una filmografía tan influyente como inolvidable.
Berlanga, nacido en Valencia el 12 de junio de 1921 y fallecido de mayor, a los 89 años, y tranquilamente, a las siete de la mañana en su domicilio de Madrid, no tenía miedo a la muerte, pero le daba "rabia" la idea de llegar a ella con la sensación de "medido mal el tiempo" y que le quedaran cosas por hacer.
A simple vista, desde luego, había aprovechado la vida con creces. Haciéndola más fácil y entrañable a los demás con títulos como "Bienvenido Mr. Marshall" o "Calabuch". Más divertida con "El verdugo" y "Plácido". Más sórdida con "Tamaño natural" y más ácida con "La escopeta nacional" o "La vaquilla".
Pese al compromiso con la realidad de su país, acabó creando su propio universo: el "berlanguiano", en el que todos hablaban a la vez porque todos tenían algo que decir, a pesar de que nadie escuchara.
¿Fue Berlanga el que supo retratar a España o fue España la que acabó mimetizándose con el imaginario de Berlanga?
Como dijo su compañero José Luis Borau en la que fuera la última aparición pública de Berlanga, para inaugurar la sala que llevaba su nombre el pasado mayo en Madrid: "España y los españoles, a nuestro pesar quizás y con gran entusiasmo disimulado, queremos siempre ser berlanguianos".
Entonces Berlanga apareció en silla de ruedas y no pudo ni siquiera hablar, aunque la emoción le salía por la mirada. Una imagen muy distinta a la que mostró celebrando sus 80 años bebiendo champán francés en un zapato de tacón de aguja.
"Me he pasado la vida corriendo tras unas piernas de la mujer", diría el que se reconocía como el "erotómano del cine español". Pero, faltaría más, no unas piernas cualesquiera, sino "unas piernas largas como dos columnas que sostienen el tabernáculo del liguero, vestidas con medias de costura y, por supuesto, ¡nada de pantys!".
No era mujer, pero también pasó gran parte de su vida con él: con su colaborador fundamental, el guionista Rafael Azcona, y a poder ser en la cafetería de El Corte Inglés.
"Nos gustaba el sitio porque era un fresco de la sociedad española", decía, aunque acabaron discutiendo porque, según confesó el propio Berlanga, no podía evitar ser un "tocacojones con los guionistas".
En lo político, en cambio, Berlanga no encontró tal devoción. Evadió la censura durante el franquismo, aunque aceptara incluir una folclórica en "Bienvenido Mr. Marshall", a la que luego casi no dio diálogo. Pero tampoco se vinculó a la izquierda. "Sólo soy un libertario al que le gustaría terminar sus días como libertino", explicaba.
Berlanga, con el paso del tiempo, fue hablando más disperso, más bajo pero más claro del lado menos amable de su vida. "Es la mala uva, la mala leche la que me ha guiado y ahora con la vejez las aristas se hacen más agudas", confesaba, repudiando la amistad como algo demasiado apasionado para un anciano y refugiándose en sí mismo.
Hablaba de "la soledad como refugio para la creatividad, esa que te hace sentir algo más que un ciudadano del mundo". Del "egoísmo, porque es la mejor fórmula para ejercer la solidaridad". Y de "la cobardía por no poder ejercer ni de solitario ni de egoísta".
Y de los reconocimientos retrospectivos a su carrera habló como "homenajes del Inserso. Como el reloj de oro que le regalaban a los de Renfe cuando se jubilaban y que luego resultaba que no era de oro".
Sus puntos de vista, no siempre complacientes, todavía resultan relevantes ante una cinematografía, la española, que arrastra una crisis de identidad artística e industrial.
Berlanga siempre defendió el cine como industria, la idea de que una película era como "unos zapatos bien hechos", y despotricaba de la Nouvelle Vague, que "puso de moda a los directores".
Y, como cofundador de la Academia de Cine de España y miembro honorífico de la misma, desaprobó su carácter tendencioso. "Cuando la fundamos pusimos dos condiciones: que no fuera reivindicativa y que la gente fuera a los Goyas de esmoquin. No nos han hecho caso en ninguno de los dos casos", se quejó.
Pero, pese a todo, sí encontraba cierto orgullo ante el paso del tiempo. "Mi vanidad es que mis películas envejecen mejor que la de colegas", concluyó. Pero ahí le falló la precisión: no es que su cine envejeciera mejor. Es que era y es inmortal.
EFE
Comparte esta noticia