Hoy nadie pregunta ¿quién es Dios? De eso se preocupan los teólogos. El hombre de hoy, más bien pregunta: ¿Dónde está Dios?
Me llegó, no se de dónde esta bella anécdota. Un matrimonio tenía dos hijos pequeños, ambos traviesos. No podían vivir sin meterse en líos y conflictos. Cualquier cosa que sucediese en el pueblo, ya se sabía quienes eran los autores.
La mamá oyó decir que el Sacerdote de la Parroquia tenía mucha mañana para manejar a los niños y le pidió si podría hacer algo. El sacerdote aceptó gustoso. Era un hombrachón y de voz muy profunda. Pero exigió hablar primero con cada uno de ellos.
La mamá le llevó primero al más pequeño. Ya delante del sacerdote éste le pregunta sin mayores preámbulos:
¿Dónde está Dios? El niño sorprendido no respondió.
De nuevo vuelve a hacerle la misma pregunta:
¿Dónde está Dios? El pequeño seguía mudo.
Por tercera vez y con mayor insistencia vuelve a decirle:
¿Dónde está Dios? El chiquito asustado echó a correr y no paró hasta llegar a su casa. Subió al piso de arriba y se metió en el closet. Su hermano mayor que lo vio le pregunta ¿qué pasa, hermano?
El chiquito le dice casi sin aliento: “Hermano tenemos un grave problema. Han secuestrado a Dios, y creen que hemos sido nosotros”.
Hoy, día de la Santísima Trinidad, he recordado esta anécdota y felicito al que la creó, porque se presta a toda una serie de cuestionamientos.
Hoy nadie pregunta ¿quién es Dios? De eso se preocupan los teólogos que dicen un montón de cosas para dejarnos más confusos que antes, porque a Dios no podemos meterlo entre las paredes de nuestra cabeza. Nunca sabremos, al menos aquí abajo, quién es Dios. A los más podremos reconocer sus huellas, que es lo único que Dios nos ha manifestado de sí mismo.
El hombre de hoy, más bien pregunta: “¿Dónde está Dios?” No le preocupa tanto quién es o cómo es sino “¿dónde está?” Y nos lo pregunta a nosotros los creyentes. Quiere saber dónde encontrarlo. Y es posible que nosotros sigamos impasibles y no nos llevemos el susto del niño. Y tal vez, lo peor, es que no nos demos por aludidos cuestionándonos de que hemos sido nosotros los que lo hemos secuestrado.
El ateo pregunta: ¿dónde está Dios para que crea en él?
El que sufre pregunta: ¿dónde está Dios que me hace sufrir?
El que no tiene trabajo pregunta: ¿dónde está ese vuestro Dios que no me consigue trabajo?
El que quiere creer pregunta a los creyentes: ¿dónde está ese Dios en quien decís creer?
¿Sentiremos también nosotros que, de alguna manera, hemos secuestrado a Dios porque no lo manifestamos a los demás y nos lo guardamos para nosotros o simplemente lo ocultamos u oscurecemos con una vida poco iluminada por El?
De Dios sólo conocemos a través de las rendijillas de la vida donde él deja sus huellas.
El único que conoció por dentro quién es Dios fue Jesús.
Pero nos dijo poco de ese misterio. Sencillamente lo reveló y manifestó en su vida.
El se presentó como la visibilidad del Dios invisible.
Y nos dejó las huellas a través de las cuales podamos encontrarnos con El.
Nos dejó sus huellas diciéndonos que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo para que todos se salven por él”.
Nos dejó sus huellas en la parábola del hijo perdido que regresa a casa entre besos y abrazos y fiesta.
Nos dejó sus huellas en la oveja perdida buscada en el monte.
Nos dejó sus huellas en el misterio de la Eucaristía, sacramento pascual de su amor.
Nos dejó sus huellas en su Pasión y Muerte como crucificado en la Cruz.
Pero esas huellas parecen quedar lejanas y casi borradas por el tiempo.
Y el hombre de hoy necesita huellas más frescas que indiquen “por aquí pasó, las huellas aún están recientes”.
Dios no se revela en el cielo, sino en la tierra, en los caminos de los hombres.
Y es ahí donde nosotros podemos mostrar las huellas del paso de Dios y de la presencia de Dios.
Cada vez que borramos esas huellas “somos culpables del secuestro de Dios”.
Cada vez que no vivimos en coherencia con nuestra fe, “somos culpables del secuestro de Dios”.
Cada vez que no nos preocupamos del hermano necesitado, “somos los responsables del secuestro de Dios”.
Cada vez que no amamos como El nos amó, “somos responsables del secuestro de Dios”.
Todos podemos ser responsables del “secuestro” de Dios. La Iglesia, los creyentes, el Pueblo de Dios, las comunidades parroquiales.
Señor, hoy en tu día, en el día de tu Santo, la Santísima Trinidad, los hombres no nos preguntan cómo eres, nos preguntan dónde estás, dónde te hemos metido, porque ellos no pueden verte. Y ese fue el último mensaje que nos dejaste: “Y vosotros seréis mis testigos”. Haz de nuestras vidas “huellas frescas donde los hombres puedan decir: por aquí acaba de pasar, por aquí tiene que estar”.
Clemente Sobrado C.P.
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