No hay recoveco ni escondrijo que escape a la sabiduría de los pescadores para llevar a sus hogares el sustento que el mar les prodiga.
Cuando cae el sol y el frío empieza a penetrar hasta los huesos, un grupo de hombres desafía la oscuridad para volverse uno con el mar. Son los pescadores de Malabrigo.
Con los pies carcomidos por la soledad, recorren más de 800 metros del imponente muelle para robar los frutos de las frías aguas.
Más que un pasatiempo, pescar es la fuente de ingreso de decenas de curtidos hombres de mar del distrito de Rázuri, en la provincia liberteña de Ascope.
Para esta faena llevan en sus caitos, hilos de nailon, anzuelos de diferentes tamaños, plomo y mucha paciencia que mezclan con algunos cigarrillos u hojas de coca, para que el tiempo no pese a lo largo de la noche.
No hay recoveco ni escondrijo que escape a la sabiduría de los hombres de mar. Ellos echan sus anzuelos entre viejos tablones de madera que resisten el paso de los años.
Incontables horas de trajín por fin traen su recompensa. Unos cuantos kilos de lisa, mojarrilla o pejerrey que saciarán el hambre del hogar. Ellos saben que los peces más grandes serán destinados al interés del mejor postor.
Cuando la suerte les da la espalda aún hay la posibilidad de esperar que el mar esté en “baja” para buscar maruchas, cangrejos, algún pez de peña como el tramboyo o borracho y algunos mariscos como caracoles, conchitas o simplemente arrancar mococho.
Provistos de una fe inalterable y pese a sus grandes necesidades, los moradores de Malabrigo viven agradecidos con Dios por permitirles vivir en un puerto generoso en el que logran aplacar el hambre, trabajando en armonía con la naturaleza.
Por: Julio Gerson Correa Lecca
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