El inminente diálogo entre el presidente Martín Vizcarra y el titular del Congreso Pedro Olaechea, nos sugiere la necesidad de identificar su sentido último, el de alcanzar un consenso razonado que ponga fin al encarnizado enfrentamiento entre poderes públicos.
Jürguen Habermas, considerado el filósofo vivo más importante de nuestro tiempo, afirma que la razón humana es “dialógica” y no “monológica”, pues solo a través del diálogo y la argumentación las personas pueden aproximarse a lo que es práctica y moralmente correcto. Ello puede decidirse mediante razones hasta constituirse en una convicción conjunta, sobre la que se establece el consenso.
La cuestión fundamental es garantizar la participación en el proceso de todos los actores legítimos, presumiendo la reciprocidad y el mutuo reconocimiento entre estos. Ello supone la disposición a escuchar los argumentos del interlocutor y a atenerse a ellos si son superiores a los propios. Los participantes en el diálogo aceptan así un conjunto de reglas: la argumentación debe ser lógica y coherente; ella será un procedimiento para la búsqueda cooperativa de lo que es correcto hacer en beneficio de todos, y no para persuadir a otros de posiciones irreductibles; los interlocutores deben alcanzar acuerdos basados en el mejor argumento.
De esta forma, la corrección de una decisión común no resulta de un pacto de intereses individuales o grupales, sino de una voluntad unánime, porque satisface los intereses de todos. Desde esta perspectiva se distingue “diálogo” de “negociación” y “acuerdo” de “pacto”. Las negociaciones y los pactos son estratégicos, a diferencia de los diálogos y acuerdos, que no buscan satisfacer el propio beneficio, sino el interés general. El interés superior del conjunto puede explicar la cesión de las propias posiciones y, al mismo tiempo, la convicción de que con ello los propios intereses están bien resguardados.
Bajo este marco, debe atenderse a las voces de diferentes sectores de la ciudadanía, que claman por compromisos concretos en contra de la corrupción. Debe escucharse también la voz del mundo de la empresa, que exige garantías de estabilidad. Debe también considerarse las expectativas sociales de los sectores más vulnerables, que se agotan en la espera. Un marco apropiado para un diálogo de esta naturaleza trasciende el espacio limitado del encuentro entre los presidentes de dos poderes públicos. El Acuerdo Nacional podría ser un escenario más adecuado y de mayor aliento.
Pero algunas premisas básicas son insoslayables: debe cesar ya el blindaje del Congreso a toda clase de personajes vinculados a hechos delictivos y deben varios de sus miembros declinar en sus pretensiones de inmunidad. Debe concluirse la reforma política propuesta por el Ejecutivo, para revertir el deterioro terminal de nuestra clase dirigente. Y deben ambos poderes ofrecer garantías de estabilidad y de eficiencia en sus ámbitos de actuación. Sin esas condiciones no cabe más camino que apelar a la suprema decisión del pueblo.
¿Es ilusoria la búsqueda del consenso bajo las premisas propuestas? Muy probablemente. La política suele estar hecha de zancadillas y mezquindades, pero puede ser también la forma más alta de caridad, después de la religión, como enseñaba Pío XI hace más de 90 años.
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