Es 1931 y un ingeniero norteamericano llega al Perú para trabajar en las empresas eléctricas. Antes de desembarcar en el Callao se topa con un extraño personaje –“la mujer loca de La Habana”– que llega con un ejemplar de una revista norteamericana en cuya portada aparece el ex presidente Leguía (y que si uno hurga en la historia debió ser el “Time” de setiembre de 1930, publicada apenas dos semanas después de que Leguía fuese derrocado).
Comenta entonces aquella tripulante que ese hombre apuesto, tan bien vestido y de bigotes tan bien cuidados no merecía estar sufriendo prisión luego de haber gobernado por tanto tiempo ese país sudamericano en el que iban a desembarcar. “Pity the tyrant!”, repite cada cierto tiempo, una suerte de clamor lleno de pena, un ruego de piedad frente a la suerte del dictador, que se sabe está enfermo, muriendo de a pocos en una cárcel limeña y que para ella en realidad puede ser un tirano, claro, pero también un mártir... como quizás piensen aun algunos seguidores de aquellos otros ex presidentes peruanos que viven la cárcel en pleno siglo XXI.
El país de la can(d)ela
El ingeniero llega a Lima y al tiempo de poner su trabajo en algunas pequeñas estaciones que dan electricidad a la capital y al propio palacio de gobierno, ve algunas manifestaciones políticas y presencia las elecciones en las que el militar Sánchez Cerro –algo totalmente exótico para un recién llegado, sobre todo porque sus electores parecen más bien hordas fascistas– gana las elecciones frente al líder de masas Víctor Raúl Haya de la Torre. En medio de esa Lima convulsionada pasan los meses y entre visitas a La Herradura y Pachacamac, y pese a que mantiene correspondencia con su novia en Estados Unidos, se ve involucrado con dos mujeres: Francesca, una chilena divorciado de la que termina siendo una especie de amigo con derechos; y una atractiva “chola”, una mujer de carácter fuerte e involucrada en política, Catalina Garay, precursora de las feministas de nuestros días.
Así, entre cuitas amorosas y la lectura preocupada de los aconteceres de una política llena de manifestaciones, luchas, asesinatos y una masacre de resonancias continentales que deja hasta marcas de bala en los vestigios pre incas de Trujillo –por algo 1932 fue el “año de la barbarie”– nuestro amigo norteamericano se ve también involucrado en líos políticos menores y discusiones entre parejas que lo llevan a cuestionarse si su viaje al Perú fue a la larga una buena decisión.
Al final de la novela, tras una confusión con las dos mujeres que frecuenta, se ve también apoyando una huelga de hambre de telefonistas mujeres que buscan mejores condiciones de trabajo y peleando con su jefe en la compañía eléctrica, a quien reta a un duelo de caballeros.
Según nuestro gran historiador Jorge Basadre, en su “Historia de la República” la novela de Storm contiene una de las mejores descripciones de lo ocurrido en aquellos primeros años de la década del treinta. Y es cierto. Visto por Han Otto Storm, un escritor destacado en su momento como uno de los mejores de su generación junto con William Saroyan y John Steinbeck, el Perú es una batahola en la que los desmanes callejeros y los problemas políticos se suceden uno tras otro, mientras el presidente Sánchez Cerro se ve víctima de un atentado –uno de varios que antecedieron al fatal del hipódromo de Santa Beatriz donde perdió la vida– y “el pobre Tirano” fallece en un hospital chalaco, tras una larga agonía mientras sufre prisión.
Es increíble que un escritor norteamericano haya podido captar tan fielmente el destino trágico de nuestra patria en aquellos años de confusión, que de alguna manera se parece tanto al Perú de siempre. Y quizás más impresionante que su personaje haya podido encontrar tiempo para el amor y hasta para la poesía –Francesca considera hermosa la poesía de Luís Cisnero (sic): “Alma de mi alma, novia poesía”– tras el trabajo y con tanto desorden en la calle. Quién sabe Hans Otto Storm merezca una traducción hoy, ochenta años después, para entender mejor ese Perú esquivo que tanto queremos y tanto nos conmueve y que, bien visto, es casi seguro que también se parecerá mucho al Perú del 2020. ¡Feliz año!
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