Las élites económicas, sociales e intelectuales peruanas tienen la costumbre de abandonar los espacios públicos a la primera amenaza sobre su poder. En los últimos 50 años, sino más, han abandonado la política y sus instituciones: los partidos políticos, el servicio público, la academia pública, las fuerzas armadas, etc. para refugiarse en espacios privados: la empresa, el cabildeo, la consultoría privada, las universidades privadas y los think tanks, entre otros.
Pero a las élites no les gusta perder el poder. Y en el Perú encontraron una forma de recapturar el espacio político de la mano de dos poderosas narrativas: los beneficios de la tecnocracia y el odio o despecho por la política.
Estas se sustentan por una mentira que nos hemos comido de un bocado en el Perú: que las decisiones en materia de política pública no deben ser políticas – o, dicho de otra forma, que deben ser decisiones técnicas, basadas en evidencia.
Esta es una mentira popularizada por políticos de la talla de Tony Blair o Bill Clinton y enseñada a través de numerosos programas de posgrado que imparten diversas versiones de la escuela de new public management. Desarrollada en los 80s en el Reino Unido y Australia, proponía introducir enfoques y prácticas empresariales para incrementar la eficiencia del Estado.
Lo que políticos como Blair y Clinton hicieron fue cubrir este enfoque en pro de la eficiencia en un halo de legitimidad política y para ello apelaron a la capacidad de usar evidencia de estos nuevos modelos de gestión. Hoy, a las prácticas empresariales se le han sumado herramientas de experimentación médica y la “ciencia” del comportamiento.
Pero estos políticos nunca abandonaron la ideología partidaria, ni los valores de sus electores o los intereses de los grupos de poder, ni los cálculos políticos al momento de tomar decisiones. Simplemente los ocultaron detrás del grueso discurso tecnocrático.
Además, para Blair, por ejemplo, las nuevas prácticas de gestión, la técnica y la evidencia, ofrecían herramientas políticas para lograr resultados más justos: representaban una nueva forma de hacer política basada en mérito y no en privilegios. (Ya le dedicaré otra columna a la tiranía del mérito).
Lamentablemente, en el Perú y otras partes del mundo, con sistemas políticos y aparatos públicos más débiles, su adopción significó un cambio en el propósito explícito de la política pública: de la búsqueda de justicia pasamos, de un día para otro, a la búsqueda de eficiencia. De ahí se desprenden, entre otras, la doctrina de destrabe y las políticas de la focalización del gasto o las transferencias condicionas y nuestra obsesión con indicadores de cuantitativos.
En el Perú esto tuvo otro efecto práctico en el espacio político. Se ha hecho común hablar de ministros técnicos y ministros políticos – los unos en contraposición a los otros. Los técnicos son presentados como expertos, políticamente neutrales y hasta ‘de lujo’. Los políticos son ninguneados, se les asume inexpertos y hasta ‘corruptos por definición’ (¿por qué, si no, están en política?).
A diferencia de los políticos, que son militantes de gremios laboristas o partidos políticos, que han pasado por diversos cargos públicos durante sus carreras profesionales o que apenas tienen estudios superiores en universidades públicas, los técnicos, con estudios de posgrado, provienen de universidades, típicamente privadas y extranjeras, centros de investigación o think tanks, y del sector privado. En los técnicos hemos plasmado la ilusión de poder tener un Estado eficiente - moderno.
El impacto de largo plazo ha sido todo lo contrario. ¿Por qué?
La calidad de la política, el proceso por el cual se toman decisiones sobre materias de interés público, depende de la calidad de los actores políticos. Los políticos inexpertos o corruptos (por no decir, inexpertos y corruptos) contribuyen a una política inferior, incapaz de resolver problemas públicos de forma justa y efectiva.
Sin embargo, varios de los principales actores políticos, muchos las cabezas de ministerios clave, son políticamente inexpertos.
Esto es porque los técnicos han desarrollado competencias propias de los sectores en los que se han vuelto expertos: por ejemplo, la academia o la empresa. Y justamente por esto no han podido, ni han tenido que, desarrollar competencias políticas.
Esto, en principio, no debiera ser un problema. Los técnicos pueden aprender o se pueden rodear de asesores políticos experimentados que les apoyen.
El problema es que por lo general no quieren aprender – y, al no haber cultivado relaciones políticas durante sus carreras, tampoco tienen a quien acudir. Cómo se ven a sí mismos como técnicos y no como políticos, son pocos los que muestran la intención de resolver este déficit de experiencia y conocimiento. Todo lo contrario, en lugar de asumir un nuevo rol, típicamente se escudan en su calidad de técnicos para hacer a un lado demandas de responsabilidad política. (En algunos casos, claro, no tienen tiempo de aprender.)
Los que no se preocupan por aprender lo hacen porque se ha creado, en los últimos años, una trayectoria profesional bastante ventajosa para ellos y que depende de su capacidad de mantener una distancia simbólica de la política durante su breve paso por el Estado. Las ofertas son atractivas: invitaciones a participar en directorios, becas de estudios o consultorías de agencias de cooperación, invitaciones a universidades de talla global, puestos en los bancos de desarrollo, etc. Los que sucumben a la tentación de la política, por otro lado, ven rápidamente cerrarse estas opciones.
Nada de esto sería un problema significativo si el Estado peruano tuviese un servicio civil competente y profesional capaz de asimilar a políticos inexpertos. Pero no lo tenemos y, además, se ha hecho costumbre que los técnicos asignen los roles de liderazgo en el gobierno a sus propias redes de confianza – en su mayoría ajenos al sector público.
Un ecosistema más amplio de colaboradores ha ayudado a reforzar estas narrativas que celebran al técnico y ningunean al político. Periodistas, opiniólogos, empresarios, académicos, cooperantes – todos interesados en la capacidad que está narrativa tiene de darles acceso directo al poder- repiten ad nauseam las bondades de la tecnocracia que promete, pero nunca logra, un país mejor.
Entonces, ministerios tan fundamentales para la construcción de un contrato social más justo como los de Economía, Educación o Salud han sido reservados para técnicos. Cualquier sugerencia de un ministro o ministra de corte político es rechazado y condenado de una.
Pero son justamente estos los ministerios que requieren decisiones políticas.
Y aquí estamos hoy. Un Perú continuamente gobernado por una élite técnica que repite, en privado, que no se quiere embarrar con la política - quemar es la expresión preferida- y que usa sus diplomas y páginas de LinkedIn para darle legitimidad a decisiones que debieran tomarse, como en cualquier democracia, por políticos.
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