En aras de la transparencia, he fumado marihuana en el pasado. No fumo ahora. Si me invitan podría dar una pitada – o no. Me es indiferente.
Tengo amigos que de todas maneras darían una pitada. Otros que serían los que invitan. Y otros que, como el congresista Olivares, son fumadores de toda la vida.
Cada uno de ellos puede hacer lo que quiera. Ninguno es un funcionario público ni quiere serlo.
En ese sentido, si Daniel Olivares quiere fumar marihuana con su familia y sus amigos o solo, que lo haga. Es no es el problema, a mi modo de verlo.
Sin embargo, no puedo evitar pensar que algo está mal en la imagen de un Congresista de la República contándole al candidato a la Presidencia de su partido que es un fumador de marihuana “de toda la vida”. (Y debiéramos notar que no dijo que fuma marihuana de vez en cuando sino que es un fumador “de toda la vida” así que podemos asumir que tiene, en su posesión, más que el limite legal.)
Como muchos, aunque seguramente no la mayoría, pienso que la droga debe legalizarse. Todo. La producción, la comercialización y el consumo. Todo lo que hoy se gasta en la “guerra contra las drogas” debe ir a educación y salud pública.
Y si por asomo se me ocurriese mandarme a ser congresista o presidente diría que eso es lo que necesitamos.
Pero promover una reforma legal no es lo mismo que romper la ley que quiero cambiar.
La norma dice que no puedo ir a más de 100 km/h en la carretera. Puedo pensar que esa es una norma ridícula. El problema no es la velocidad sino la variación de velocidad entre los que van rápido y los que van muy lento o conducen por el carril izquierdo. La norma debiera regular el uso apropiado de los carriles y no penalizar a los conductores que viajan a 120 o 140 km/h - con absoluto cuidado. Pero eso no me excusa de romper la norma. Y si lo hago y me agarra un radar de la policía tendré que pagar la multa.
Y eso es como ciudadano de a pie.
Como Congresista de la República el incidente sería de interés público. En un mundo sin inmunidad parlamentaria me caería mi multa. Y si le miento a la policía (como fue el caso de una congresista laborista en el Reino Unido) y digo que mi hermano fue el que manejaba, podría ir preso. Y (en un mundo en el que se respetan las formas) mi partido me echaría y tendría que renunciar al cargo. (En un mundo ideal.)
La primera razón por la que pienso que la confesión de Olivares y la pasividad de Guzmán ante la noticia son moralmente reprochables es porque ambos contribuyen al debilitamiento de las instituciones que supuestamente dicen defender o querer fortalecer.
Es diferente ser un ciudadano de a pie y romper las leyes – cualquiera que ellas fueren- y romperlas siendo un funcionario público. Ambos están mal – pero uno causa un daño mayor.
Cuando un funcionario público rompe las leyes da la señal que o se siente por encima de ellas o que nos está invitando a todos a seguirlo – solo que esto último nunca es el caso; a ver qué pasa si jóvenes sin privilegios se ponen a fumar en público o son encontrados con unos pocos gramos de droga. Esto es lo que nos indigna de los congresistas corruptos. Creen que para ellos hay una ley y para el resto de nosotros hay otra. El hecho (fumar marihuana) en irrelevante. Podría haber dicho que “fuma en lugares públicos cerrados cuando no hay nadie” o que “baja a la playa aún cuando está prohibido si es que puede mantener la distancia”.
El congresista debe respetar la ley (no estamos hablando de romper una ley fundamentalmente injusta que viola los derechos humanos y cuya violación podría ser parte de un movimiento de resistencia) y el candidato a la presidencia debiera deslindarse de cualquiera que no lo haga o parezca no hacerlo – o al menos responder con cautela.
Ahora, asumamos que el congresista Olivares nunca ha tenido más del límite legal en su posesión. La segunda razón por la que pienso que la confesión y la pasividad están mal es porque, en la forma, ambos ningunean y barren debajo la alfombra la cruda y compleja realidad del ecosistema de la droga.
Los consumidores recreativos (hasta los adictos funcionales) conviven con adictos disfuncionales. La paz y armonía de un momento de consumo recreativo entre amigos y familiares que disfrutan algunos conviven con el lavado de dinero, la violencia, la trata de tierras y de personas, el crimen organizado, etcétera. que afecta a otros. Esto es cierto hasta en casos en los que la droga en cuestión es legal.
No está mal reconocer esto. El consumo no los hace malas personas, ni los descalifica como profesionales; pero no elimina todo lo malo que existe como consecuencia del consumo. En la practica, el disfrute del congresista Olivares, se sostiene en el sufrimiento de otros. No será su culpa pero hay una relación directa entre ambos.
Algo similar pasa en el debate sobre la prostitución. Inclusive la prostitución legal, consensual, convive con un mundo cruel, injusto y con ramificaciones negativas en nuestras sociedades. Es casi imposible separarlas.
Y si uno es un funcionario público (o quiere serlo) debe ser consciente de ello. No puede minimizar el consumo de droga a ello que esta literalmente frente a sus narices. Tiene, sobre todo en el Perú, que saber que eso que inhala o aspira ha tenido efectos desgarradores en cientos de miles sino millones de peruanos a lo largo de los años. Y todavía lo hace.
Esta desconexión con la realidad tiene un costo político. Puede costar votos (aunque Olivares apela a una deficiencia del sistema político peruano que permite que los congresistas representen a grupos sociales o generacionales y no geográficos – se puede ser el congresista de los jóvenes de Miraflores y San Isidro o los viejitos de La Molina y Surco) y debilitar instituciones políticas (le quitas el piso a un sin fin de programas y proyectos públicos – y los funcionarios públicos que trabajan en ellos- que hoy mismo están combatiendo lo que el congresista promueve).
Los políticos progresistas o modernos que el congresista Olivares y el candidato Guzmán parecen emular en sus modos y manerismos, entienden esto. Por eso aceptan el consumo en el pasado pero no en el presente. Aluden a la inmadurez de la juventud. A un evento aislado. A un desliz. Un error. Esto es verdad para un conservador como David Cameron o un liberal como Barak Obama. Incluso aquellos que promueven su legalización evitar confesiones similares.
Romper ley o pretender inocencia sobre el impacto que nuestro comportamiento privado tiene es reprochable entre ciudadanos de a pie. Pero queda entre nosotros. Entre funcionarios públicos, que han jurado defender las leyes (todas, no solo las que les gustan – y, nuevamente, este no es un tema de derechos fundamentales) y velar por los más vulnerables, es más que reprochable. No queda entre ellos. Tiene consecuencias. O debería.
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